sábado, 5 de julio de 2014

Empeños estúpidos




Tengo constatado que, en la vida, como en la huerta, se recoge lo que se siembra y que todos podemos aspirar a la mejor “cosecha”siempre y cuando la hayamos cuidado convenientemente. Y sé de lo que hablo porque durante varios años tuve mi propio terreno donde crecieron lechugas, tomates, pimientos y vainas. Y un huerto con manzanos, melocotoneros y una hermosa parra, junto al jardín de rosales, gladiolos y muchas otras flores. Pero el cierzo de la vida y la mala intención de las personas agostaron aquel sueño y yo dejé que así fuera porque así tenía que ser.

Aprendí entonces –de esto hace ya más de quince años- que uno no debe siempre empecinarse en los sueños que no quieren ser, ni perseverar en los proyectos que no funcionan, sino observar la viabilidad de los afanes con dos dedos de frente para no despeñarse por el barranco de los empeños estúpidos.

Mi sueño de aquel entonces era tener una casa en el campo y, si bien sabía que no podría vivir en ella porque mi vida giraba en torno a mi trabajo en la ciudad, me empeñé en ir construyendo los pilares de un futuro que adivinaba de suaves y agradables perfiles. Invertí parte de una herencia y muchos afanes en un espacio en plena naturaleza, justo a la salida de un pueblo que hacía de muga entre dos provincias cercanas. Y durante cinco años estuve yendo y viniendo, más bien huyendo de la ciudad, cada vez que tenía más de dos días libres en mi trabajo.

Era yo misma y otra mujer diferente a la vez con tan sólo recorrer ciento treinta kilómetros, una dualidad que peleaba consigo misma a la espera de la futura jubilación y el predecible descanso en el entorno elegido para pasar “los mejores años de mi vida”.

Fue un empeño estúpido. Estúpido porque elegí como compañero en el viaje a quien no tenía ganas de desplegar sus velas a mi lado, sino que viraba su derrota hacia otra dirección. Y por más que lo tenía que haber visto–delante de mis narices estaba- no quise verlo, ni aceptarlo, sino que pretendí, estúpidamente, adecuar la realidad a mis deseos con una tenacidad rayana en la testarudez.

Aquel trabajo de Hércules se vino abajo y lo lamenté profundamente, dejándome la cicatriz de una herida profunda que, curiosamente, después de tantos años ya apenas recordaba que tenía hasta que, esta mañana, de algún meandro de mi inconsciente, ha saltado al teclado del ordenador, propiciando el título y contenido de este post.

Me he acordado de mis proyectos arruinados, de los sueños abortados, de los mil y un afanes que tuve alguna vez y que dejaron su aliento en el camino, en mi “viaje a Itaca” por las aguas de la vida.

Y, sin embargo, no me siento fracasada ni con el peso de derrota alguna en la mochila, sino que siento que las cosas fueron así porque yo promoví que así fueran y que si permití zancadillas, golpes y alguna que otra puñalada trapera, fue porque tenía que aprender mis lecciones al precio que fuera.

Han pasado los años y ya no estoy atada a la noria laboral; puedo ahora disponer con libertad de la nave para dar cuantos golpes de timón quiera en absoluta libertad, dejándome empujar por el buen viento y sin tener que luchar contra los “cantos de sirena”.

Y sin embargo, ya no tengo interés en empeñarme en nada que no sea vivir dejándome fluir, porque he descubierto que de “empeños estúpidos” no surge más que infelicidad y frustración. Y una ya no tiene edad para ciertas cosas…

En fin.

LaAlquimista

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Escrito en Julio 2012




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