jueves, 3 de julio de 2014

Tarde de lluvia con perro




Elur duerme tranquilo a mis pies. De alguna manera que desconozco intuye que se está más a gusto en su sitio de la alfombra de la sala que en la calle mojada. Se enrosca sobre sí mismo, me mira para constatar que sigo estando detrás del ordenador y vuelve a dormirse. Hemos compartido hace un rato un par de manzanas –él ha comido los corazones y yo lo que había alrededor- y la tarde se nos presenta apacible en un discurrir sin sobresaltos, escuchando a Loreena McKennit de la que somos fans incondicionales.
 
Mi perrillo es feliz con la vida que lleva. No tiene que preocuparse por nada puesto que sus necesidades están cubiertas por arte de magia (la magia que creo yo con mi varita); no tiene que escarbar en cubos de basura en busca de restos orgánicos ni pelearse con otros congéneres por llenar el estómago siquiera una vez al día. Las inclemencias del tiempo no le preocupan puesto que, cuando hace calor, siempre tiene una buena sombra y cuando hace frío, tira de la correa para volver a casa lo antes posible. No le gusta la lluvia aunque le ponga el impermeable a cuadros escoceses que le regaló mi madre.
 
Mi perrillo vive mucho mejor que muchos seres humanos y no puedo hacer nada por evitarlo. Se deja lavar y desenredar sus lanas blancas de bichón maltés sin oponer resistencia. Conoce sus rutinas –y las mías- y sabe que cuando me pongo los zapatos es momento de desperezarse y correr a la puerta; también sabe que cuando me pongo los zapatos y enciendo Radio3 en la cocina, lo voy a dejar en casa por necesidades del guión.
 
Es entonces cuando me mira con carita triste, con esos ojillos preciosos que quieren decir…”¿A mí no me llevas contigo?
 
La calle es para Elur jardín de juegos inacabable aunque tenga que ir atado a la correa y su libertad no dé más de sí que los cinco metros de rigor.
 
A veces me da pena mi perrillo, cuya vida es tan poco interesante desde el punto de vista humano. Y mucha más pena me dan los seres humanos cuya existencia no se acerca ni remotamente a la calidad de vida de mi pequeño can.
 
Debajo de unos cartones, al abrigo de un pasadizo, vive un perro grande de cuerpo y alma a la vera de su amo, tirado él también en el frío y húmedo suelo de su realidad. El hombre balbucea algo entre los vapores de lo que ha podido beber durante el día; el perro nos mira al pasar sin envidia ni reto en la mirada. Él sabe cuál es su sitio, quién es su amo; no lo abandonará.
 
Unas ráfagas de aire nos empujan hacia el calor del hogar, en estos comienzos del mes de julio que no tienen ni flores, ni luz hermosa de verano, ni tan siquiera el polen de la esperanza posándose sobre los hombros.
 
Es una tarde de lluvia con perro.
 
En fin.
 
LaAlquimista
 
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