domingo, 20 de julio de 2014

Un domingo en la playa

 
Llueve desde la madrugada; llueve contra mi ventana con viento y furia despiadada, como si los elementos estuvieran en contra de la placidez de mi espíritu y de mi sueño recordándome que queda todavía mucho por lavar, muchas lluvias por llover.


Además, es domingo. Mi día nefasto por excelencia; día familiar, de paseos en grupo, de salidas al restaurante, al monte o a la playa. El día en que las personas solas –que no solitarias- nos mareamos entre tanto bullicio y nos sentimos más solas aún. Pero hoy la ciudad cambia de dueños…


 
Busco las calles vacías bajo árboles cargados de agua que saludan mi paso con breves duchas inesperadas; el parque aparece desierto con la hierba brillante, de un verde imposible, hermoso hasta lo difícil. El paseo que bordea la playa deja de ser el marco incomparable pasando a ser un reguero de charcos y corrientes de aire. Algunos como yo; cero turistas. Con chubasquero y paso decidido la arena recibe la visita de los no habituales, de quienes esperamos (y deseamos) un día de lluvia furiosa para recuperar durante unas horas la arena silenciosa de intrusos medio desnudos, el olor a mar sin paliativos, la visión de las olas vírgenes de náufragos del asfalto.


Un velero ha perdido el norte y queda varado en la arena. Como un cetáceo de fibra y metal que ha dado su última boqueada atrae mi atención y me acerco a contemplarlo de cerca; da un poco de pena. Cuántas veces me he sentido de esa manera, arrojada de mi elemento por un mal viento, un peor golpe de timón, encallada en una vida que no es la mía, necesitada de ayuda para volver al mar, al camino.

 
Un vigilante que cumple religiosamente su turno de trabajo vigila aterido a la media docena de temerarios bañistas que desafían el oleaje, la resaca, las medusas, en un reto inane, optando todos ellos al destemple, el enfriamiento, los calambres. Quizás lo necesiten para sentirse más vivos que quienes los contemplamos. No les entiendo y probablemente ellos tampoco me entiendan a mí que tan solo miro y pienso mientras ellos nadan y se dejan mirar.


 
Sigue lloviendo y el viento alborota mis cabellos y mis ideas. Llevo un paraguas en la mochila que no me apetece sacar; prefiero que mi rostro reciba la lluvia, hace bien. Unas gotas son dulces y otras son saladas. Me arrebujo en la capucha del chubasquero; si cierro los ojos me parece que ni siquiera estoy aquí…

En fin.

http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50

Laalquimista
Fotos: C.Casado

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Post escrito y publicado en Julio 2011

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