sábado, 12 de julio de 2014

No siempre somos justos con los demás


Supongo que nadie negará que a cada hijo de vecino le habitan sus propios demonios, esos que no se pueden presentar en sociedad y que viven en el cuarto de atrás, el que no tiene ventilación y más bien parece un trastero, pero que forman parte del atrezzo inevitable de la existencia. Y aunque los queramos tener escondidos o castigados sin salir a la calle, cada vez que franqueamos la puerta de casa, en el último momento, como una corriente de aire frío y gris, casi siempre se vienen con nosotros.

Muchas veces no nos damos cuenta de que se han introducido en un bolsillo del pantalón o en el compartimento pequeño del bolso hasta que, inopinadamente, sin aviso ni motivo aparente, se deslizan por nuestra boca hacia el juego de la vida.

Son esos demonios que estropean un paseo al atardecer mediante una conversación que no tenía que haber sido y que es el detonante de un desencuentro triste; son esos demonios que convierten en rictus la sonrisa que durante horas estuvo anidándonos. Son los demonios que nos vuelven poco amables a los demás y francamente incómodos ante nosotros mismos.

Si reflexionamos después, lo más que solemos decir es: “no sé qué me pasó, se me cruzó el cable de repente”, como si fuera una excusa infantil para intentar deshacer el entuerto emocional ocasionado. Pero ya está hecho y no tiene marcha atrás.

Son esos días en que le montamos una bronca a una persona que no se la espera –aunque estemos seguros de que se la merece; son esas ocasiones en que nos crece al final del brazo una espada flamígera con la que tenemos que vengar alguna supuesta ofensa. Desbocadas emociones que se desbordan como si se hubieran reventado las compuertas de un embalse de penas viejas y enmohecidos resentimientos.

Cuando nos lo hacen padecer, se nos queda instalado en el alma el vacío de la incomprensión y un sentimiento de injusticia, como si fuéramos una víctima que pasaba por allí y a la que le cayó encima el aceite hirviendo. Cuando lo hacemos padecer nosotros a los demás, volvemos a casa con el corazón encogido por haber hecho de verdugos sin obtener a cambio maldita la satisfacción.

En ambos casos estamos sufriendo y haciendo sufrir. Y la vida no es esto, no vale la pena vivirla de esta manera.

Hoy abro la ventana de par en par y establezco una buena corriente de aire entre el cuarto de atrás y la vida que está ahí afuera. Que salgan volando hacia los grises del amanecer y no vuelvan más. Por lo menos éstos. Y me perdono a mí misma por el daño cometido y a quienes he acusado de hacerme daño también. Porque la vida no es esto aunque nos empeñemos.

En fin.

LaAlquimista

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Escrito en Julio 2012




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