domingo, 17 de agosto de 2014

El tren que iba demasiado rápido



Ayer miércoles era víspera de fiesta. Me acosté muy tarde después de haber disfrutado de una velada con amigas del alma, música, jazz, risas y alguna que otra copa. Tan contenta estaba que incluso le di un paseito a Elur de regalo y de madrugada.

Hoy, al despertar con la segunda luz del día –la primera la pasé por alto puesto que se me quedó prendida- mi estado de ánimo era de notable alto. Una buena jornada –en lo meteorológico- se presentaba; las ganas de un poco de monte o parque o bosque (árboles, plantas, flores), una deliciosa comida hecha con mucho amor y la perspectiva de acudir al concierto de Elvis Costello sin desembolsar un solo maravedí.

Con una pequeña intuición que me asaltó por sorpresa, prescindí de encender el ordenador hasta después de salir a la calle, cumplir mis obligaciones para con mi perro y aprovechar para desayunar a la fresca; como cuando te quieres hacer un pequeño regalo para empezar bien el día.

Justo en el momento en que estaba hincándole el diente a la tostada de pan integral con semillas regada con buen aceite, en la mesa de al lado, un tipo ha estado a punto de volcar su café con leche mientras blandía en la mano el periódico que acababa de desplegar. El juramento desagradable vino a turbar la paz del momento y del lugar.

En primera página del noticiero en papel nos saludaba “la alegría del día”: un terrible accidente ferroviario en Galicia.

De repente, el pan tostado se volvió goma en mi boca, el aceite grasa pura y el café, agua sucia. Me fui para casa con el cuerpo poco católico y al llegar no pude menos que conectarme al mundo vía satélite y…

Se me quitaron las ganas de todo. Los planes previstos se tropezaron con el decaimiento total y absoluto del ánimo. Empecé a dar vueltas por la casa como alma en pena pensando, imaginando, sintiendo cosas extrañas, lejanas y a la vez próximas, un dolor en sordina que se quería abrir paso entre las miasmas de la mente que, maldita sea mi estampa, se había quedado descompuesta después de haber visto unas cuantas imágenes de la tragedia.

Me negué en redondo a ahondar en la carnaza morbosa y cruel. Un vídeo del accidente ya andaba por la red al poco tiempo. ¿Quién puede desear–o necesitar- ver cómo descarrila un tren a casi 200kms. por hora sabiendo que dentro van cientos de seres humanos que van a morir o sufrir terriblemente? ¿Qué mecanismo mental hace que la gente –supongo, imagino- viera los telediarios del día festivo truncado en trágico, llenándose de escenas dantescas, cuerpos sin vida, retorcidos, quemados, expuestos vulnerablemente al ojo ajeno?

Cuando ocurre una tragedia “con luz y taquígrafos” me pongo de los nervios porque imagino la angustia, el grito terrible de esas madres y padres viendo –una y otra vez, con repetición malsana- el momento en que un hijo, un ser querido, un amor está perdiendo la vida. En vivo y en directo, como si fuera un deleznable “snuff movie” permitido por la Ley de prensa y el sacrosanto derecho a la información.

Hoy me he sentido sola, impotente, triste.

No hay consuelo, no hay plegaria. Es el vacío que se llena de dolor.

En fin.

LaAlquimista


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