martes, 12 de agosto de 2014

La Semana Grande y el helado




Yo tendría más o menos ocho años y del mundo sabía lo justo y necesario para esa edad, que la vida podía ser terriblemente injusta y deliciosamente agradable a la vez. Y en ese tema los helados forman parte importante de mi recuerdo. Comer pollo los domingos ya suponía un privilegio y si de postre había helado, entonces no se podía pedir más a la vida.

El helado, aquel lujo con el que soñaba toda la semana. Como no existían frigoríficos con congelador para degustar tal exquisitez no quedaba más remedio que recurrir a la inmediatez de la compra. En San Sebastián, en el barrio de Gros, existía un establecimiento que me fascinaba; una horchatería/heladería que abría únicamente de primavera a otoño y cuyos productos me gustaban más que nada en el mundo. “Heladería Española” era su nombre. Sucumbió al cansancio y al asalto de los helados industriales hace ya algunos años.

El domingo, si los vientos soplaban favorables, de postre había helado. Un helado que llegaba a domicilio, en un termo del abuelo del poliespán de color verde, de la mano de un repartidor en bicicleta.
Aunque también estaban “Los Italianos” y la heladería “Vesubio”. Estos dos establecimientos ubicados ambos en el Centro y en la Parte Vieja habiendo resistido uno de ellos –casi en su formato original- hasta el día de hoy.

Pero a lo que iba. Que tus abuelos te invitaran a un helado cuando salías a pasear con ellos ya consistía motivo suficiente para justificar toda una tarde dando vueltas y saludando a gente (ellos, no yo). Tomar un helado era un lujo; un lujo al alcance de casi todos pero un lujo en una época en la que no se acostumbraba a tomar fuera de casa prácticamente nada. A ninguna madre se le hubiera ocurrido dar a su hijo una merienda que no fuera el consabido bocadillo preparado en casa.

Así que el hecho de tomar un helado estaba relacionado con algo especial; como la Semana Grande o que te hubieran llevado al dentista. Y se salía de casa después de cenar y de postre te invitaban a un helado eso era un lujo. Como el pollo de los domingos.

Ahora, que todos somos igual de pobres y ya no estamos para lujos, se ha transmitido de abuelos a nietos el recuerdo de un placer que hoy en día ya no lo es más que en un recóndito lugar de la memoria nostálgica. Aunque todavía haya quien se engañe creyendo que es una tradición. Como el pollo de los domingos.

En fin. Esta noche, helado.

LaAlquimista

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