lunes, 20 de julio de 2020

BITÁCORA ESTIVAL.- "¿Nos contactan los muertos?"



Día 29.- (19 de Julio) 
Hoy me he despertado, como siempre, al filo del amanecer mediterráneo –las siete menos veinte- y viendo que me costaba ponerme en marcha he recordado que ayer trasnoché y bebí más de lo habitual (que suele ser poco tirando a poquísimo), así que dejándome llevar por un sentimiento apuntalado en la lógica cartesiana, he hecho una rapidísima visita al baño, y vuelto a la cama a toda pastilla, temerosa de perder el hilo que me ataba a la maraña del sueño profundo de una mañana de resaca. De siete a ocho he soñado que estaba en la cama de Jesús el navarro, mi amigo fallecido en cuyo apartamento estoy alojada por obra y gracia de la amistad que me unió a él y a su familia. Mezclada la realidad con el ensueño he atravesado la línea –no sé si roja- que separa lo que fue de lo que pudo haber sido sin pudor alguno. A las ocho me he vuelto a despertar sobresaltada escuchando la voz de Jesús que me hablaba en susurros cariñosos y me decía no sé qué de cuánto me había hecho de rogar. El ojo izquierdo lo he abierto, pero el derecho se ha negado a seguir a su compañero y he permanecido ronroneando en ese sopor que a todos nos ha invadido alguna vez, en el que estamos muy a gustito aunque un timbre al fondo del cerebro suene para intentar hacernos volver a la vigilia consciente. Asustada, me he levantado y me he tomado un café bien cargado a ver si se me iba la tontería; he salido a la terraza y allí estaba una toalla color granate que no era mía, de las que había varios juegos en los armarios del apartamento y que no me atreví a tocar. ¿Estoy haciendo cosas sin darme cuenta de que las hago? El café me ha dado más sueño todavía –como suele ocurrir antes de que el organismo procese la cafeína- y me he vuelto al dormitorio, he mirado la cama (“su cama”) y  he sentido una fuerza y una necesidad total y absoluta de dejarme llevar, de dejarme caer, en sus brazos, en el colchón gastado, en mis sábanas blancas y limpias. Y he soñado un batiburrillo raro y espeso de imágenes sensuales, no ocurridas en vida de mi amigo porque nuestra amistad nunca tuvo roce físico alguno, ni aparente ni oculto, que me ha llevado a despertarme sobresaltada sin saber ni dónde, ni cómo, ni con quién, ni a qué hora. Las doce y diez. Algo no funciona bien –he pensado- ¿serán los primeros síntomas del coronavirus o los últimos del vino blanco de ayer y el mojito? He leído mucha literatura sobre casas embrujadas o en las que el espíritu de un fallecido sigue durmiendo por las noches al fondo de un armario. Como soy racionalista de las que podría vivir envuelta en cálculo binario he debido darme un meneo y espabilarme: normal, digo yo, si me han dejado el piso con su ropa en los armarios, su almohada en su lado de la cama, sus papeles en los cajones; si estoy comiendo en sus platos y bebiendo en sus vasos y duchándome en su bañera y… no sigo. ¿Nos contactan los muertos? ¡Pues claro que sí! Pero a través del walkie-talkie que los vivos tenemos activado para “recibir” sus mensajes. Que a mi perrillo Elur lo oigo ladrar algunas noches y siento que viene tras de mí cuando paseo por el parquecillo donde íbamos todas las tardes a la caída del sol. Pues ni tan mal, Jesús, aquí estoy viviendo unas semanas de vacaciones extrasensoriales a tu cuenta. Gracias por los buenos ratos que pasamos en vida…y por los de ahora. (Si se lo cuento a Iker Jiménez seguro que me da una explicación que no me apetece conocer). He pasado el día holgazaneando entre el jardín, la piscina y la terraza con un reseco descomunal; si hubiera sabido que iba a tener tanta sed hoy, habría bebido más ayer… Vaya día más raro, como para no contárselo a nadie. Felices los felices. Fotografía: el sol del atardecer...o la mirada de mi amigo.

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