miércoles, 22 de julio de 2020

La generación del amén


Nací en los años cincuenta, en una larga e interminable postguerra y bajo el yugo de una dictadura indigna como todas las dictaduras. Dicen que soy de la “generación del baby-boom”, pero yo digo que pertenezco a la “generación del amén”. Amén, Jesús, añadiría incluso. He dicho “amén” durante casi toda mi vida por obligación, bajo amenazas y por miedo. ¿Alguien no sabe de qué estoy hablando…?
Fui un “trasto” de niña, volví “locos” a mis padres de adolescente, rebelde en la juventud en cuanto abrí los ojos y tomé conciencia del mundo en el que me había tocado pelear. Fui “contestona y descarada” como hija, como esposa, como trabajadora y como persona humana. Todo a la vez y mezclado sin solución de continuidad hasta que cumplí los cincuenta años. Ahí hice “parada y fonda”, y descubrí que estaba más que HARTA de decir a todo “amén” y comencé  a reescribir lo que pudiera quedar de mi humilde biografía.
Dejé de callarme la boca y decir amén cuando un jefe despótico pisoteaba mi dignidad con sus formas y maneras además de “apropiarse” de algunos de mis logros haciéndolos pasar por suyos. Un egocéntrico con título universitario que escribía con faltas de ortografía y al que se le escapaba la soberbia por los poros de la piel. Monté tantos “numeritos” como fueron necesarios, resistiéndome con todas mis fuerzas. El resultado fue glorioso tirando a excelso: una prejubilación bien pagada a los cincuenta y cinco para quitarme de en medio. Después, al poco tiempo, él fue defenestrado de la empresa y se fue con el rabo entre las piernas. Justicia poética.
Dejé de callarme la boca y decir amén cuando mis maridos (tuve dos, divorcio interpuesto) pretendían reproducir su “legado” paterno tratándome igual o parecido a como sus padres habían tratado a sus madres: con poquísimo respeto y haciéndose servir como “señoritos” por la criada. El resultado fue –y sigue siendo- que mis dos hijas, una de cada matrimonio- tienen más que claro que “amén” sólo se dice en la iglesia cuando se va a rezar…el que vaya.
Dejé de pedir perdón por existir, me harté del horrendo “por la paz un avemaría”, me quité los filtros y comencé –más vale tarde que nunca, ya que vamos de refranes- a ser YO MISMA. Con mis defectos por bandera y mis virtudes en la retaguardia, por si alguien me lanzaba misiles con catapulta y no los veía venir. A cambio dejé de tener “montones de amigos” y quedaron los que pasaron por el cedazo, cada vez con la trama más reducida.
Dejé de permitir que abusaran de mí las personas que siempre abusan de quienes “se dejan”. Todos conocemos a quienes recaban ayuda cuando la necesitan contrayendo una deuda enorme y que, debiendo ser agradecidas, muerden la mano que les ha acariciado o dado de comer. He tenido rupturas traumáticas con amigas a las que dije “amén” durante años por no perderlas y que, al final, fueron ellas mismas las que me dieron la patada porque nadie quiere saberse en deuda con los depositarios de nuestros secretos y confidencias
Hace mucho tiempo que no lavo el coche, está sucio de la porquería que le cae encima en contra de mi voluntad. Dejé de limpiarlo cuando me di cuenta de que hacía algo parecido con mi equilibrio emocional: dejar que me lo ensuciaran y luego correr a “lavarlo” otorgando a los demás un derecho que no les pertenecía.
Ya no digo “amén” a persona alguna que se me acerque por interés, ni a los que necesitan que se les dé la razón en sus más que cuestionables comportamientos; no soporto a las personas lloronas que siguen junto a quien les hace sufrir. Siento compasión por ellas, por supuesto, pero estaría mucho mejor que dejaran de decir “amén” a aquello que les hace infelices.
Tampoco digo “amén” a las empresas que incluyen cláusulas abusivas en su letra pequeña: peleo por dignidad, no por unos euros que no van a ninguna parte. Ya no digo “amén” ni a mi madre, que en paz descanse.
Somos demasiados los de la “generación del amén”, demasiados; y vamos cayendo de a pocos, no sé si con más pena que gloria o con más rabia que otra cosa en la mochila. Quizás haya llegado el momento de no callarse más, de no otorgar con el silencio, de pegar un grito por una vez en la vida y no quedarse con tanto dolor agarrado ahí al fondo del pecho, donde la infelicidad toma forma de lo que luego se ve en las radiografías.
Vuelvo al blog peleona. Comentarios respetuosos sean bienvenidos, críticas constructivas, también. Nadie tiene por qué decir “amén” si no está de acuerdo con mis palabras.
Felices los felices.
LaAlquimista
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