La evolución del ser humano es como uno de esos bailes pachangueros que te obligan a ir “un pasito pa’lante, un pasito pa’tras”, no hay manera de que se agarre con fuerza el timón, se marque un rumbo y a hacer millas (aunque sean marítimas). Cuando creemos que hemos dado un gran salto, cuando con satisfacción avanzamos adecuando los derechos humanos a los tiempos y se aprueban leyes que hubieran resultado imposibles e impensables hace cincuenta años por los prejuicios religiosos, morales o sociales, siempre viene alguien a cambiar la música y hacernos perder el ritmo.
Un ejemplo sería la reforma prevista para la Ley del Aborto, -felizmente abortada- esa barbaridad que consistía en crearle a la futura madre la disyuntiva moral de traer a este mundo una criatura deficiente y enferma o situarse directamente “fuera de la Ley”. Más que un paso hacia atrás, yo diría que ha sido una zancada, pero en fin. Pero hay maneras mucho más sibilinas de seguir anclados en tiempos pasados, menos libres, mucho menos democráticos y menos dignos para la mujer.
Hubo un tiempo en que, cuando una mujer se casaba, “lo propio” era que se cortara la melena –si la tenía- o por lo menos redujera su mata de cabello al peinado estandar de la mujer casada de la época. Digamos que era una especie de “marca de clase”, como en India la mujer se coloca a la altura del “tercer ojo” un “bindi” o lunar negro si es soltera y rojo si es casada.
Ahora hay un tiempo en que, cuando una mujer se casa, siguen vigentes una serie de normas tácitas o no escritas que le indican lo que debe o no debe hacer. Para empezar el marido o la propia madre empezarán a sugerir cómo debe vestirse la casada para “no llamar la atención”; se le animará a vestir más recatada, menos llamativa para no avergonzar a su marido ¿?. Cortarse la melena va incluido en el lote casi con toda seguridad.
Antes era una vergüenza para un hombre que su esposa tuviera que trabajar y no pocos –casi todos- le animaban a dejar el trabajo, no fuera la gente a pensar que él no podía mantener dignamente a la recién constituida familia. De hecho, existió una Ley del Trabajo que bonificaba a la mujer casada que abandonaba su puesto por matrimonio con una cantidad sustanciosa llamada “la dote”. Hoy en día, no pocos matrimonios subsisten gracias a los ingresos únicos de la esposa, pero en fin, este tema mejor no menearlo no vaya a ser que vuelvan a poner en vigor la Ley que daba preferencia al hombre sobre la mujer a la hora de otorgar un puesto de trabajo, como hacen todavía en gran parte del mundo oriental y prácticamente en todo el continente africano.
Cásate y veras cómo, al cabo de poco tiempo, hay que “negociar” las salidas de los viernes con las amigas; cásate y verás cómo aquello de lo que tu novio se sentía orgulloso, empieza a criticarlo como marido.
Cásate y verás cómo la transición entre novio y marido se ve perlada de una serie de desagradables inconvenientes absolutamente inesperados porque, aunque sabidas, esas cosas les pasan a las demás…
Los hombres también pagan su peaje por cambiar de estado civil y no pocos se ven inmersos en una especie de “examen” cotidiano sobre actitudes y conceptos que antes de firmar los papeles quedaban exentos de toda crítica.
Pero todavía no he visto a ninguna mujer que le sugiera a su marido que se quite la barba o se rape la cabeza, como signo de… sumisión.
Que no somos tan “modernos” como creemos.
En fin.
LaAlquimista
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