Si hiciéramos una encuesta casi todo el mundo estaría de acuerdo conmigo: los extremos son poco beneficiosos sea cual sea el aspecto de la vida que contemplen. Sin embargo, y esto es lo que más me sorprende, vivimos más veces de las deseadas atados a ese punto que no está equidistante de ningún equilibrio. Dicho así parece una tontería mi afirmación, pero la observación de mucho “extremismo” alrededor invita a una somera reflexión sobre el tema.
Detalles, a veces no son más que detalles, pero la utilización de las palabras “siempre” o “nunca” lleva unida un concepto totalitario o absolutista que, desde luego, está en el extremo más alejado de la realidad. Interactuar con personas que “nunca” hacen esto o “siempre” hacen lo otro es cansadísimo (además de aburrido que no veas). Llámalo costumbre, manía o mentalidad, pero al final parecemos muchas veces burros con orejeras.
¿Que hubo una relación amorosa que fracasó y dejó una herida enorme? Pues se acabó lo que se daba: ya nunca más abrirse al amor.
¿Que te has enfadado con la familia porque te han hecho una barrabasada? Pues cruz y raya: ya nos veremos en algún funeral.
¿Que te has quedado en el paro desgraciadamente? Pues hasta aquí hemos llegado: ya tienes derecho a agriar tu carácter y fastidiar a todo el mundo.
No me gustan los extremos porque denotan falta de flexibilidad a la hora de manejarnos con los avatares de la existencia. Antes, en el siglo pasado por ejemplo, cuando ocurría una desgracia –o lo que a uno le parecía una desgracia- la gente se sobreponía como dios le daba a entender (sin terapias ni nada), a la brava incluso, pero se seguía adelante con la vida o, como decía mi abuela, “adelante con los faroles”.
Ahora no; ahora todo son traumas irresolubles continuados en el tiempo que se acendran con más ganas de carcomer por dentro que de aliviar las penas. Y se inventan la resiliencia psicológica –la mecánica está inventada hace mucho tiempo- para enseñar al personal a “encajar” con elegancia. Como si la vida no fuera un continuo aprendizaje, como si nos hubiéramos creído que los deberes terminaban con el colegio, como si experimentar, conocer, tener inquietud y curiosidad no fuera algo consustancial al ser humano.
Ser de “piñón fijo” es situarse en un extremo de la salchicha, allí donde todo es o blanco o negro, o feo o bonito, o bueno o malo. Si los maniqueos se hicieron famosos fue precisamente por eso, por no saber aflojar y querer tener más razones que los demás para justificar el comportamiento cotidiano.
No me gusta la gente tacaña ni la gente derrochona. No me gusta la gente huraña ni la gente escandalosa. Ni el que se deja hacer ni el que todo lo quiere manejar. Ni el egoísta ni el desprendido. Ni el sociópata ni el que es amigo de todo el mundo. Porque todo esto no son más que extremos y seguramente hará en ellos o demasiado frío o demasiado calor.
Supongo que todos nos hemos visto situados en “un extremo” de la vida en alguna ocasión; por el dolor, por la mala suerte o la mala cabeza. Y seguramente que hemos deseado ardientemente poder salir de ese punto alejado de todo equilibrio en el que se sufre más de lo normal. ¿Por qué entonces, curada la pena, aliviada la ausencia, superado el dolor, hemos de pasar a la otra punta, al otro extremo donde reina la apatía, la indiferencia, el desencanto y el desamor?
Me lo pregunto mientras me llega el eco de unas palabras escuchadas en las últimas horas: “hay que protegerse para no sufrir”.
En fin.
LaAlquimista
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