Yo no quería irme de Sevilla. Después de dos semanas fuera de casa descubro, no sin desconcierto, en esta sala plena de luz del aeropuerto, que no tengo sensación alguna de “volver a casa”, mientras espero anuncien mi vuelo. ¿Qué me espera en mi ciudad? ¿Mi cama, mi gente, mi perrillo?
Mientras miro a los viajeros de Ryanair desesperados, sacando prendas de sus maletas y forrándose como esquimales, con sus pertenencias por el suelo, pesando una y otra vez el equipaje de mano ante la mirada cancerbera del personal de la compañía, me siento satisfecha de no volar con ellos, (una y no más santotomás) de aprender de una vez por todas que “lo barato sale caro”.
Mientras espero mi vuelo “normal” con el ordenador en las rodillas, escribiendo estas letras, me siento como en un limbo de puertas abiertas batidas por el viento y sin letrero alguno que indique la dirección a tomar.
Vivir aquí o allá...¿qué más da?
Voy comprendiendo poco a poco lo que son los apegos y la ausencia de ellos; voy aprendiendo a golpe de calendario que la vida pasa de todas formas te quedes donde te quedes, duermas en cama propia o extraña, desayunes café con tostada con aceite o tocino con frijoles. Lo que importa de verdad, lo ÚNICO que importa de verdad, es lo que uno guarda en su equipaje interior.
El equipaje. Recuerdo cuando yo viajaba con grandes maletas, pertrechada de forma precavida, -una vez llegué a cargar con una plancha de viaje para que mis blusas y vestidos estuvieran impecables-, como si mis pasos me llevaran a países donde “nada” iba a ser “como en casa”, sin comprender que la capacidad de adaptación es lo que ha hecho sobrevivir al ser humano.
He aprendido a llevar lo justito y entender como tal...!tan poco! Si llueve me compraré un paraguas, si hace frío un jersey. Ayudaré a la economía local comprando artesanía para adornar mis orejas, mi cuello, mis muñecas. Los libros pesan demasiado y los hay en todas partes: comprar uno, leerlo y dejarlo allí donde lo termine, siempre habrá alguien que lo disfrute. O no leer, como en estas dos semanas que cada vez que pensaba en leer el libro que acarreo -medio kilo de Murakami- me surgía otra cosa más interesante que hacer. No acaparar bienes, cosas, artículos de viaje...ir vaciando la maleta en vez de llenarla superfluamente. Aprender a lavar la ropa en vez de guardarla en bolsas de plástico y acarrear sudor y cansancio de una ciudad a otra, de un país a otro....
Y a la hora de hacer el camino de regreso tener esta sensación que me embarga ahora mismo. No creer que mi casa está en ninguna otra parte que donde estoy yo con mi corazón, mis ilusiones, mis sueños y mi pequeña maleta que está más llena de recuerdos emocionales que otra cosa. Volver al sitio donde estoy empadronada, pago mis impuestos y me recogen la basura todas las noches; esa ciudad que guarda los recuerdos de toda una vida pero que no me garantiza futuro afectivo alguno, porque nada es inmutable, porque nada es para siempre, porque la vida se rompe, la gente enferma y muere,los amores prescriben, las amistades se despistan, el tiempo todo lo cambia a la vez que todo lo pone en su lugar.
Ni siquiera tengo esas ganas bucólicas de otrora de ver el mar Cantábrico, “mi” mar, de asomarme a la bahía y disfrutar en silencio de un marco incomparable que ya no me dice nada si no llevo las palabras cosidas al corazón.
La ciudad a la que regreso es la misma para todos los que en ella habitan, pero hay quien se encierra en su casa, en la casa de sí mismo, impenetrable, y hay quien abre puertas y ventanas para que entre el aire, la gente, la vida. Así que da lo mismo vivir aquí o allá, porque la actitud personal no depende de la geografía física sino de la geografía emocional...
Yo me hubiera quedado en Sevilla un par de meses más. Cerca y lejos de mi hija a la vez; cerca y lejos de mis amigos también. Sintiendo calor al mediodía y fresquito a medianoche. Haciendo nuevas amistades, aprendiendo a suavizar las erres y a arrastrar las eses, desayunando tostada con jamón en vez de cereales, bebiendo “cruzca” todo el día y olvidándome del vino verdejo que tan de moda está en Donosti (y es una porquería destroza-estómagos). Tomando tapas que son pintxos mutantes y alimentan el estómago y no entristecen el bolsillo, dejándome engatusar por la alegría de un pueblo que no sabe o no quiere ser serio, como nosotros los vascos, que ya está bien de ir por el valle de lágrimas... que la única cruz que llevan a cuestas por aquí es la CruzCampo y eso está mucho mejor.
Mi vuelo saldrá dentro de media hora y tendré otra hora larga para cambiarme el chip y volver a comportarme como está mandado; una señora de más de cincuenta años comme il le faut en vez de un piojo verde, que es lo que creo que soy en realidad.
En fin.
LaAlquimista
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