Llevo casi dos semanas sin pisar el centro de la ciudad. Detrás de mi muga imaginaria, he salido indemne de fiestas y festejos y de la neurosis que me produce tan sólo pensar verme atrapada en medio de una muchedumbre errática con un helado en la mano. Así que me he dedicado a la parte de la ciudad que me han dejado, vacía, todo un regalo, con sus parquecillos ausentes de vandálicas huestes infantiles con progenitores en las terracitas de alrededor. Un tiempo en el que he podido leer a gusto a la sombra de tanto árbol como hay en mi barrio, mientras mi perrillo sesteaba a mis pies.
Leer un libro es un menú completo para mí; no únicamente por lo que aprendo y aprehendo, sino porque me dejo llevar por no pocas divagaciones inducidas por la pluma del autor. No me importa detenerme en una página y perderme en alguna ensoñación o subrayar un párrafo –cuando el libro es mío y no de la biblioteca- y reflexionar sobre lo que ha atraído mi atención. Quizás por eso un libro me dura mucho tiempo, una semana incluso, porque me abre la puerta a otras posibilidades, otros sueños, quizás un viaje por el interior de mi mente para el que no necesito ni visado ni pasaporte.
Cuando no quiero “romperme el coco”, busco una novela ligera que, casi siempre, me enreda también en otros recovecos mentales no buscados explícitamente. Desde hace bastante tiempo, la lectura se me presenta como un “trabajo” y no como una distracción. Porque le saco punta a todo; muy malo tiene que ser un libro para que no invite a alguna reflexión colateral –bueno, libros malos hay muchos, pero tengo un detector que me aleja de ellos instintivamente.
El otro día –en mitad de un bochorno insoportable- me dirigí con paso cansado al parquecillo donde suelo leer cuando hace mucho calor. Como tiene frondosos y numerosos árboles, es sitio feliz para dedicarlo a mi actividad favorita, además de suficiente hierba como para que mi perrillo hocique feliz de aquí para allá en pos del rastro de alguna novia que, pobrecillo, no le va a hacer ningún caso. Allí estuve, un par de horas del atardecer, hasta que las posaderas se me acalambraron (tendré que empezar a pensar en llevarme un cojín) hasta que me atacó una sed imposible de calmar con la mente. Pensé en ir a un bar cercano, pero decidí que el té helado que guardo en el frigorífico me iba a proporcionar mayor placer.
Ya en casa, con el vaso ambarino y frío en la mano, encendí el ordenador para pasar revista al día y, en la bandeja del correo electrónico me encontré con un mensaje con archivo adjunto que se abrió por sí solo, sin que yo tuviera que hacer nada y…!Allí estaba yo, con mi blusa de flores y mi pantalón blanco, sentada en el banco del parquecillo, con Elur a mis pies y el libro entre las manos!
Una corriente de adrenalina me recorrió el cuerpo y enfrió mis ardores veraniegos varios grados. ¡Era yo hacia unos minutos! ¡Alguien me había fotografiado y enviado la instantánea a mi correo!
¡Me vigilaban! ¡Me acechaban! ¡Menos mal que entre mis feas costumbres no está la de hurgarme la nariz…!
Acudió mi hija rauda y veloz al sonido de mi voz y cuando vio la foto y se percató de la jugada, dijo: ”Ama, qué miedo…”
La foto llevaba un archivo de texto adjunto en el que se me explicaba la secuencia casual por la que, un lector del blog, probando una cámara de fotos desde un edificio cercano, había hecho un barrido por la vecindad y probado el zoom sobre el parquecillo. Fotografió la escena de la mujer leyendo con perrillo blanco a los pies y al ampliarla reconoció a LaAlquimista que tantas fotos suyas ha colgado en el blog cuando escribe un “Carnet de Voyage”. Me pidió disculpas por su atrevimiento y aseguró la ausencia de mala intención, a la vez que prometió destruir la foto (ya no hay negativos) y bla bla bla. Pero NO SE IDENTIFICÓ.
He vuelto estos días al parquecillo con la esperanza de ver acercarse a un hombre alto, guapo, con el peno canoso y una rosa envuelta en celofán…
En fin.
LaAlquimista
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