Probablemente hayan pasado muchos años ya –incluso lustros- desde que salimos de debajo de la férula de nuestros padres o profesores, pero es indudable que la educación recibida ha pesado en nuestras vidas y en nuestro comportamiento probablemente más de lo sinceramente deseado. Uno no puede olvidar las reglas familiares, las normas domésticas, la educación que a veces entraba a palmetazos y otras veces salpicada de agua bendita.
Porque somos hijos de nuestro tiempo y eso nos acompañará hasta la muerte, si no estábamos de acuerdo con la educación recibida, no nos quedó más remedio que “desaprender” en la edad adulta lo que nos metieron a machamartillo cuando nuestras mentes eran maleables y nuestros músculos gelatina.
Algunos, hemos tenido hijos; otros, sobrinos. Pero casi todos nos hemos movido en alguna época en un entorno en el que se nos pedía o se nos exigía educar a quienes venían detrás de nosotros. Y aquí entran los temas en conflicto; en conflicto con nosotros mismos más que nada, que es donde duele de verdad.
¿Debo educar a mis hijos de la misma manera que me educaron a mí mis padres? Esta pregunta tendrá tantas respuestas como se quiera, tan sólo depende de a cuántas personas se le haga… Pero básicamente, hemos hecho una selección de lo aprendido, o separado el grano de la paja, y nos hemos quedado con lo que nos era válido y desechado lo que nos parecía incorrecto. Es decir, de generación en generación se va “evolucionando” en la educación de la nueva juventud.
¿Seguro que esto es así? ¿De verdad que hemos aplicado criterios racionales para dar una buena educación a nuestros hijos? Pues no pondría yo la mano en el fuego, la verdad sea dicha, visto lo visto.
Nuestros padres nunca fueron “pasotas” en lo que a la educación de sus retoños se refería; los tiempos no lo permitían, todos teníamos que ir –más o menos- siguiendo al mismo rebaño y…!Ay de quien osaba intentar saltar la cerca del redil! Nos dieron bofetadas al buen tuntún, sin plantearse posibles futuros traumas y los castigos estaban a la orden del día. Escena típica: la madre persiguiendo al hijo díscolo con la zapatilla en la mano. Si el padre participaba en el juicio sumarísimo era un señor que daba miedo sólo mirarle y que tenía la facultad de pronunciar las palabras terroríficas: “!Castigado!”. Y ahí se acababa el mundo.
Yo he educado a mis hijas en valores. Valores que, si bien podían ser transmitidos por mis padres, eran inherentes a mi condición como persona-humana; es decir, que he tenido mis propios criterios a la hora de educar. He intentado respetar espacios, no invadir intimidades, tratar a mis hijas con el respeto y amor que merecen como seres humanos con el plus mimoso que una madre sabe cómo incluir.
Les quise enseñar lo que yo creía que era bueno para ellas, porque también lo era para mí y me equivoqué en no pocas ocasiones (y ellas me lo hicieron saber); metí la pata como cualquiera que no sabe y está aprendiendo (no vienen los hijos con libro de instrucciones bajo el brazo) y entre las tres fuimos descubriendo la mejor manera posible de caminar por la vida, cada una a su paso, cada una con su estilo individual.
Y deben de ser bichos raros estas hijas mías, porque alrededor de ellas y de los de su edad, encuentro más ejemplos y reminiscencias de mis propios padres que de la siguiente generación a la que pertenezco.
¿Todavía hay que prohibirles a los hijos desarrollarse como ellos desean? ¿Es preciso aún que estudien lo que a nosotros nos parece bien y correcto influyendo en su libre elección? ¿Por qué se sigue aplicando aquel horrible “cuando seas padre, comerás huevos”?
Llegan a tener –los hijos- la mayoría de edad más que cumplida y siguen exigiendo el plato en la mesa (a la madre casi siempre). Poque sigue habiendo muchísimos que no dan un palo al agua para buscarse un trabajillo y se les sigue permitiendo ser “reyezuelos” con derecho al “todo incluido”. Y no digas nada, que todavía te montan una bronca que acabas en el psicólogo o en el confesionario.
¿Se ha educado a la juventud de hoy en día para no luchar, para conformarse, para agachar la cabeza, para ser mansos? ¿Eso es lo que les hemos enseñado nosotros…?
En fin.
LaAlquimista
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