jueves, 13 de noviembre de 2014

Las cosas que son obvias


 

No sé por qué utilizamos una lógica para aplicársela a los demás y otra bien distinta para uso personal. Si partimos de la base de que somos medianamente inteligentes –e incluso algunos mucho más- ya me gustaría a mí saber cuál es el mecanismo interno que nos provee de clarividencia para lo ajeno y de cretinismo (o casi) para lo propio.

¡Qué fácil es darse cuenta de cómo el amigo querido se deja manejar, manipular, esclavizar incluso, por su compañera de libro de familia! ¡Cuán sencillo sería darle consejos para que se libere de esas cadenas roñosas! Y seguramente nuestro amigo llorará en nuestro hombro o jurará en arameo en el tiempo que compartimos con él, pero no querrá ni consejos ni soluciones…sino seguir soportando y esgrimiendo su papel de sufridor.

¡Ay si él supiera que guardamos un “esqueleto en el armario”! ¡Ay si nos atreviéramos a contar la pena que nos corroe por dentro!

A veces somos estupendos paños de lágrimas para los amigos y no consentimos que nadie enjuague el torrente de angustia que llevamos por dentro. Porque hay cosas que son obvias. Obvio es que, si no suena el teléfono no es porque no haya cobertura. Obvio es que, si no te vienen a ver no es porque haya habido que meter horas extras un sábado por la noche. Obvio es que si alguien te ignora es porque no estás en su pensamiento, ni mucho menos en su corazón.

También es obvio que algo falla cuando eres siempre tú quien llamas; cuando los planes, los deseos y las ganas son unidireccionales y la contrapartida son excusas, justificaciones o, simplemente, silencio. Es obvio que una relación no funciona cuando ya no hay ilusión ni apetencia en hacer el amor. Y no digamos ya si el tono de voz utilizado con la otra persona está siempre preñado de amargura, mal humor o, simplemente, silencio.

Pero hay muchísimas más cosas, aparte del negocio del amor, que son obvias y tampoco queremos ver. Como cuando se escapan los pulmones por la boca con las toses agonizantes de la mañana y decidimos que no hace falta dejar de fumar. Como cuando uno ya no puede agacharse a atarse los zapatos sin que crujan todos los huesos y pensamos que podemos seguir sin hacer ejercicio alguno. Y ya ni te cuento cuando, tras dos vinos o dos cervezas, la cabeza da vueltas, perdemos la conexión cerebro/lengua y se empieza a decir tonterías de las que al día siguiente somos los únicos que no nos acordamos.

Es más que obvio que hay que reajustar el baremo…

En fin.

LaAlquimista

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