martes, 30 de septiembre de 2014

Amanecer sobre Donostia



Duermo poco. Así que en vez de desesperarme cuando mi mente decide que mi cuerpo ya ha terminado de dormir a las seis de la mañana –aunque me haya acostado a la una de la madrugada- me lo tomo con filosofía y me pongo a hacer algo que me estrese menos que empezar a dar vueltas en la cama intentando volver a atrapar el sueño.

Lo que mejor se me da es, a esa hora oscura que precede al amanecer, es ponerme a escribir. Abro el ventanal del dormitorio y dejo que entre el fresco de los árboles hasta mi cama. Arropada tan sólo por la luz de la pantalla del ordenador voy dejando que se funda con las sombras que comienzan a diluirse en el exterior. Poco a poco se va perfilando el paisaje cotidiano; el monte que colea adentrándose en la ciudad, las casas últimas que dominan el alto de Errondo y los árboles, muchos árboles de telón de fondo que marcan la pauta del movimiento del día, con brisa o viento como música de fondo para ir despertándose.

La luz del sol incide en mi campo visual desde la izquierda, descoordinada de las farolas que continúan encendidas, duplicando el esfuerzo de iluminar la ciudad dormida. Es hermoso lo que veo, todavía silencioso.

Ya no pienso en las cosas que tengo que hacer, como hacía antes. No me preocupan las citas, los compromisos o qué pondré para comer. Desde hace un buen tiempo llevo una agenda donde apunto las cosas y la abro después de desayunar; entonces veo qué me toca hoy, pero hasta ese momento sigo meciéndome en la tranquilidad de la ausencia de preocupaciones.

Porque esa es otra; ¿Cómo lo hago para poder vivir sin apenas preocupaciones cuando éstas han manejado mi vida durante más de treinta años? Tendría que pararme a pensar concienzudamente qué ha ocurrido en mi existencia para haber conseguido no pre-ocuparme de las cosas, sino tan sólo ocuparme de ellas. Obviamente es una actitud, más que otra cosa, una costumbre recién adquirida también, la de transitar por las horas sin estresarme, sin agobios importantes, haciendo lo que tengo que hacer en cada momento, pero teniendo bien presente la precariedad de las cosas, la ausencia de importancia verdadera.

Ahora mismo, las siete de la mañana de un jueves de una semana festiva, debería estar escribiendo para el post de hoy algo sesudo o interesante o siquiera con un mínimo de atractivo y, sin embargo, aquí estoy mirando por la ventana, con un té al alcance de la mano, sintiendo que este nuevo amanecer va a dar paso al día en que también podré ser moderadamente feliz gracias a pequeñas cosas. La visita de una amiga, un paseo por el monte, la conversación distendida, Elur brincando por la hierba.

Está bien esta ciudad para vivir. La presencia del mar alivia otros posibles inconvenientes; hay parques suficientes, montes al alcance de la mano y agradables paseos para enfrascarse en los propios pensamientos sin fijarse en el caminar ajeno. No es demasiado sucia y tan sólo algo bullanguera unos cuantos días al año. Bastante segura si la comparamos con otras urbes y con su porcentaje justo de incordios y molestias. Lo que no me gusta de ella está ahí para compensar todo lo que me ofrece. Como en las personas, más o menos.

Me gusta amanecer en mi ciudad y sentir que sigo teniendo ganas de vivirla.

En fin.

LaAlquimista

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