La playa me ha gustado desde siempre, como no podía ser de otra manera habiendo nacido y vivido a la orilla del mar; sin embargo, nunca aprendí –nunca me enseñaron- a nadar decentemente, y las olas bravías de Donostia me han alejado del disfrute de tomarlas por arriba y por abajo. Algunas fotos hay por ahí en las que se me ve con muy pocos años, un bañador de felpa, un sombrero de paja y un cubo con su pala en ristre, en las arenas de Ondarreta, pero no recuerdo que fuera habitual en mi familia acudir a la playa. Ya hacia los doce años, edad en que me dejaban “suelta”, iba con mis amigas, por la mañana y por la tarde, a jugar a pala, hacer el tonto con los chicos y pasar las horas en el agua disfrutando como loca.
Con el paso de los años cambié de costumbres –y toda una generación conmigo. A la playa se empezó a ir a ponerse morena como fin último y casi único y nuestras madres nos proveían de algún mejunje que acelerara el proceso de secreción de melanina con la inconsciencia propia de la época y la moda. Las cremas con protección solar eran una cosa rara propia de personas con piel delicada, no tenían nada que ver con nosotras. De repente se nos quitaron las ganas de divertirnos, de movernos, y nos pasábamos las horas como lagartijas al sol, vuelta y vuelta, con un ojo a babor y otro a estribor por si aparecían por allí los chicos que nos gustaban que solían estar en la zona de deportes y se burlaban de nosotras. (Razón no les faltaba).
Mi memoria da ahora un salto de veinte años y me veo a mí misma con mi primera hija haciendo bañeritas de agua en la orilla, agujeros en la arena, castillos con almenas y pasadizos y volviendo a jugar con el cubo y la pala mientras una marea humana en traje de baño pasea arriba y abajo por la orilla de una punta a otra de la playa. ¿Cuándo empezó la moda de pasear por la orilla en una incesante pasarela? De repente la playa se convirtió en un lugar para mirar y hacerse ver –la única playa del mundo en el que la gente toma el sol dándole la espalda al mar-, con los cuerpos despatarrados de cara a la barandilla desde donde, propios y extraños, se admiraban del espectáculo de la carne fresca, carne roja, carne asada, expuesta al sol.
A la playa ya no podías ir si no estrenabas bikini o si no estabas bien depilada o si tus amigas decidían quedarse en casa. Era una actividad social más, como las señoritas que paseaban por la Alameda del Boulevard en los años cuarenta o las cuadrillas que pateamos el “tontódromo” de la Avenida y la calle Garibay en los años sesenta, las chicas por una acera, los chicos por la otra… y siempre volviendo al toldo, porque el que no tenía toldo era como si no tuviera derecho a ir a la playa.
Ya hace varios años que no piso las playas donostiarras; por prohibición médica de tomar el sol y por aburrimiento puro y duro. Sin embargo, sí que frecuento las playas mediterráneas donde nadie se fija en nadie, donde puedes llevarte los bártulos –sombrilla, silla, neverita- sin molestar al personal porque hay espacio de sobra, donde la gente va exclusivamente a disfrutar del mar y de la arena sin preocuparse de mirar al de al lado o de si encuentra a alguien conocido al que tiene que pararse a saludar.
En las playas mediterráneas no hay ni glamour, ni clase, ni chic, ni tontería. Las señoras entradas en carnes charlan con los hombres gordos y leen revistas o hacen sudokus; las parejas se magrean con la excusa de darse crema en la espalda, los niños corren, saltan y chillan. Los padres jóvenes hacen preciosos castillos de arena arrebatándoles la herramienta a sus hijos pequeños. Los vendedores ambulantes venden fruta fresca y bolsos de marca falsificados, los chiringuitos te permiten tomar una caña mirando al mar. No hay cabinas para ducharse ni dejar la ropa, ni altavoces recuperando niños perdidos.
Entre las playas encorsetadas de mi tierra y las asilvestradas de mi otro mar deduzco que también existe una “cultura de playa”que he debido olvidar aprender…
En fin.
LaAlquimista
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