Ayer hice algo que no suele ser habitual en mí, pero con el calor del mediodía me pillaron con la guardia baja (o es que ya la tengo siempre en posición de descanso, puede ser). El caso es que bajé al jardín para darme un chapuzón en la piscina y unos vecinos/veraneantes –como yo- me saludaron. Cuando te ves con la gente de ciento en viento, en este caso una vez al año, parece que hay que hacer un resumen abreviado del ejercicio para poner al día al interlocutor, que pregunta y pregunta, pero que te consta que no puede tener ningún interés en saber.
Así que: mis hijas bien, la salud bien, el trabajo como siempre y vine hace tres semanas y me iré dentro de unos días. Hasta aquí, más o menos lo habitual. Pero ayer hubo una coletilla-guindilla que yo no me esperaba y que me ha dado qué pensar -y tema para este post. El hombre en cuestión –porque era un hombre y no una mujer como seguramente muchos habréis presupuesto- me dijo guiñando los ojos (quiero creer que por efecto del sol en su cenit): “Pero tú… ¿qué haces que parece que te pasas el tiempo leyendo o escribiendo en el jardin?”
Y piqué; como una principiante, piqué. Y le expliqué al vecino fisgón que para mí este sitio es un “jardín del Edén” donde no tengo que hacer vida social, ni me veo obligada a estar con unos y con otros (por mucho que quiera a mis amigos); que no voy al teatro, ni al cine, ni de tiendas, ni a cenitas ni a cenorras, ni de potes ni de pintxos. Que me limito a levantarme cada mañana con el canto de los pajarillos, que me doy un tranquilo y casi fresco paseo por los alrededores aireando al perro, que me hago unos cuantos largos en la piscinita, que desayuno bravamente y luego me pongo a escribir. O me vuelvo a tumbar para dormir esa horita de regalo que sólo se pueden permitir reyes y políticos en activo. Y luego bajo al jardín a leer debajo de un olivo hasta que llega la hora de comer. Que como en silencio y hago la siesta. Que a media tarde bajo a la playa a disfrutarla cuando se va vaciando de gente, que a veces me voy por el paseo hasta el punto más lejano y me tomo una cerveza. Que casi siempre tengo el móvil desconectado. Que no tengo tele en casa. Que…
El buen hombre no pudo más (no era para menos), así que me espetó con la mejor de sus (venenosas) sonrisas: “Pues chica, ya eres tú aburrida, ya…” Al cabo de un rato todavía no había reaccionado (yo).
Más que mi media hora de seguridad lo que me atrapó fue un estupor de varias horas. Dejando aparte la obviedad de que lo que piense ese ciudadano a mí me traiga al pairo, no me permití eludir la reflexión que suscitaba su comentario –por lo demás impertinente y algo maleducado.
¿Es mi manera de vivir un desperdicio? ¿Aburrirme significa que no desarrollo actividad digna?
Puede que yo sea un bicho raro, porque cuando vienen otras personas de vacaciones por esta zona, se pasan el día subiendo y bajando, entrando y saliendo, yendo y viniendo; de excursión diaria, visita monumental o gastronómica, recorriendo pueblecitos (mil veces vistos) como si la posibilidad de quedarse descansando, dejándose llevar por el dolce far niente fuera una aberración en época vacacional.
Pensando y repensando en ello llego a la conclusión de que, aburrida lo que se dice aburrida, no lo soy tanto, pero “rarita” sí. Igual es porque hace tres años que no uso reloj y el tiempo se ha convertido para mí en algo que ES para disfrutar y no lo que TIENE QUE SER a toque de corneta. Que duermo cuando tengo sueño y me pongo en marcha cuando acabo de dormir, que como cuando tengo hambre aunque no sea la hora de comer, que no tengo normas, ni reglas, ni planes para hoy y para mañana, que el día a día es un fluir placentero y lleno de mil posibilidades que se van desgranando dulcemente, sorprendiéndome y produciéndome agrado comprobar que soy capaz de adecuarme a ello sin resistencia psicológica por mi parte.
Porque me pasé treinta y seis años de mi vida a golpe de cornetín, haciendo lo que había que hacer cuando lo tenía que hacer y como lo mandaban los santos cánones. Porque gasté años y años dejando que la noria de la vida decidiera por mí y un buen día me di cuenta de que no había razón alguna para seguir hasta el día de mi muerte con una inercia de centrifugado social y mental. Así que tasqué el freno, reflexioné sobre todo lo que quería cambiar en mi vida y, simplemente, lo cambié de acuerdo con las posibilidades que tenía, que se descubrieron más y mejores de lo que jamás hubiera podido imaginar.
Supongo que el precio a pagar será, a los ojos de un vecino cotilla, parecer una mujer “aburrida”.
En fin.
LaAlquimista
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