martes, 2 de septiembre de 2014

Lo que da de sí el sueldo en la prejubilación

En casa me enseñaron que era de mal gusto hablar de dinero y por eso me tenía este tema muy calladito, pero ahora me apetece contar un par de cosas que estoy padeciendo en mis propias carnes.

Pues resulta que como me he venido a pasar una temporada al otro mar –como yo le llamo- mis días despiertan en catalán por los cuatro puntos cardinales, y no lo digo por el idioma dominante y absoluto –que ese es otro tema, que aquí les hablan en catalá hasta a los guiris para que se enteren de dónde están- sino porque estoy rodeada del producto de la tierra que tiene preferencia absoluta frente a lo que viene de “otros sitios”. De eso me he dado cuenta mirando las etiquetas de lo que compro y…bueno, pues que me parece estupendo. Pero lo que yo quiero contar es que, a la hora de hacer la compra diaria, mi dinero, mis euritos del alma, han sufrido un estiramiento, como si fueran más dúctiles, mejor aprovechados.

Porque aquí una “baguette” cuesta 40 céntimos de euro si las compras de tres en tres (o 45€ de dos en dos y 50€ por unidad suelta); el melón no es de Villaconejos sino del payés de al lado y está el kg. a precio de regaliz. Los boquerones (que es como se llaman aquí a las antxoas) no serán “del país”, pero saben igual de ricos y al módico precio de 1,99€ el kg. de 1.000 gramos. La fruta, las verduras, los huevos de gallina, la carne (que no consumo apenas), el embutido típico y la pastelería del lugar… todo, absolutamente todo cuesta aproximadamente entre un 30% y un 50% más barato que en mi Donosti amada; hasta la peluquería (mi único vicio necesario) me hace ahorrar 15€ del ala cada vez que voy.

Mi amigo el payés –con el que he departido de buena mañana a la vuelta del mercado me explica que es que “allí tenéis el Eroski y aquí el Mercadona” y además, “ya se sabe, los vascos siempre habeis tenido fama de todo más grande, más caro, más mejor. Y claro, eso se paga.”

En el bar más cercano a mi residencia un quinto de estrella –que es un botellín de esa marca-, en una terracita con platillo de cacahuetes sube hasta 1,20€. Si es en el paseo marítimo, la gracia llega a los 1,80€. En la taberna más moderna y pija frecuentada por gente vasca un tinto del país con un “montadito” de lo que sea cuesta 2,20€ y si es con copa de cava de la tierra se abarata a los 2€ redondos. ¿Qué pasa aquí? ¿Son más listos ellos o más tontos nosotros?

Por supuesto que hay restaurantes donde una buena cena cuesta igual o más que en todas partes –aunque no tengan estrellas de caucho-, porque sitios para los ricos hay por doquier, lo difícil es encontrar sitios para las personas normales que, como yo, no somos ni ricos ni pobres sino todo lo contrario. Sin embargo, lo más habitual es salir a cenar por la módica cantidad de 20€ -con vino incluido- y que por encima de ese listón se sitúen la exquisiteces de los sitios elegantes y los platos de autor de los sitios con nombre.

Lo dicho, que mi sueldo baila sardanas de alegría cada vez que vengo por estos lares.

En fin.


LaAlquimista

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