miércoles, 10 de septiembre de 2014

Reflexiones al borde del mar



Una de las diferencias básicas entre el Cantábrico y el Mediterráneo estriba en que en el primero no puedes sentarte a meditar cerca de la orilla por más de un rato relativamente corto: los paseantes te atropellarán o la marea –si es que está subiendo- te empapará. Pero en el Mediterráneo la cosa cambia sustancialmente; puedes sentarte casi con los pies metidos en el agua y no te avasallará una turbamulta paseante ni el agua dejará de mantener su ritmo cadencioso. Aquí la gente pasea por el paseo marítimo al caer la tarde y en la playa se limita a tomar el sol, jugar en el agua y dar de comer al dueño del chiringuito más cercano.

Esta situación es perfecta para las personas que, como yo misma, van a la playa únicamente por el placer de oler el mar, escuchar el mar, contemplar el mar. Y dejarse llevar por esos sentidos corporales y que el ánimo se acomode a un pensamiento volandero o a la simple y sencilla divagación.

Este año mi estadía en “mi otro mar” está teniendo una peculiaridad que me es ingrata; me refiero al hecho de que la temperatura del agua está tan baja que es muy difícil permanecer en ella más de los contados minutos que median desde el grito inicial por el contacto con el frío mar hasta que se nota que la piel sigue erizada, el cuerpo comenzando a acalambrarse y la voz de la prudencia te susurra que mejor salir del agua, al solecito acariciador. Así que, visto lo visto, paso más tiempo debajo de la sombrilla que dentro del agua.

Y eso me permite observar a diestro y siniestro porque no es la playa el lugar idóneo –a mi entender- para leer un libro (cualquier clase de libro). El reflejo del sol daña la vista y el cansancio ocular aflora enseguida. Como revistas no leo y sudokus no hago y tampoco me expongo al sol en plan lagartija ni me quedo dormida no me queda otra que mirar al horizonte y perderme en ensoñaciones.

Ayer mismo, de vuelta de dar un largo paseo por la orilla–somos cuatro los paseantes- fui observando que, a la altura de los hoteles que festonean la costa, la masa humana se concentra como si les acuciara la necesidad de agruparse frente a un hipotético enemigo. Un poco más allá, tan sólo cincuenta metros, extensiones de playa limpia y virgen dormitan al sol sin pies que profanen la arena ni gritos que asusten a los cangrejos. ¿Por qué se hacina la gente cuando tiene la posibilidad de ubicarse en espacios grandes? ¿Será por miedo o por pura vagancia? Todos los rusos juntos. Todos los alemanes juntos. Los catalanes de la zona a la altura del aparcamiento. Los turistas nacionales, alrededor del chiringuito.

Casi nadie se baña; ya digo, el agua está demasiado fría. Algunos, emocionados, como yo misma el primer día, hacen un amago de chapuzón que no siempre llega a consumarse: retroceden, como quien reconoce que va a cometer un gran error y dan media vuelta hacia la tumbona en la arena.

Las tumbonas. Esos mamotretos que alguna empresa con monopolio municipal –todas azules, todas cada año un poco más viejas- se alquilan al módico precio de 4€. Si te vas a casa y luego vuelves hay que volver a pagar el alquiler aunque sea en el mismo día. A primerísimo hora de la mañana, cuando gusto de pasearme el entorno solitario y hermoso, observo a los“tumboneros” colocando su mercancía, de dos en dos, en las mejores posiciones cerca de la orilla del mar y orientadas hacia el astro rey. Luego van llegando los de casa y protestan, “eh, que la playa es pública” y van acomodándose alrededor de las solitarias y vacías tumbonas que están esperando a que alguna pareja de despistados abone los 8€ correspondientes por tumbarse sobre una superficie plástica, oliendo a aceites de mil cuerpos pretéritos. Las utilizan los subsaharianos ilegales para esconderse debajo cuando asoman por el paseo los chalecos reflectantes de la guardia municipal de playas.

Ahí llegan: los vendedores ambulantes en la playa. Esa es otra y no de tamaño pequeño. Estando como está absolutamente prohibida la venta ambulante –no sólo en la playa sino en todo el pueblo- los subsaharianos ilegales pululan por la arena ofreciendo sus mercancías made in china pero con marcas francesas imitadas. Cuando se acostumbran dejan de mirar los pechos de las adoradoras de Helios y se dedican a lo suyo: a ganarse la comisión que la mafia de turno les ofrece por cada bolso, cartera, gafas o gorra vendida. Los municipales miran desde lejos y no hacen nada porque no tienen orden de hacer nada, lo que siempre me ha llevado a pensar si el tinglado de venta ambulante en la playa no está dirigido por algún concejal con sonrisa de conejo por delante y muchos votos por detrás.

Me desconcentran. Luego vienen las familias con sus niños y sus suegras y cuñadas –que son las que más gritan después de las madres. Los niños molestan bastante menos que sus mayores.

Es entonces cuando llega el momento de marcharme con viento fresco –que es como es aquí el aire de Junio- y cuando echo la última mirada a la playa repleta, se me ocurre pensar que la crisis empuja al que no tiene dinero a disfrutar de un espacio lúdico, hermoso y natural que es gratis a la vez que los hoteles están repletos hasta la bandera de foráneos que vienen a dejar sus rublos en esta tierra maltratada por tanto y por tantos.

En fin.

LaAlquimista

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