lunes, 29 de septiembre de 2014

¿Cuentos de hadas a mi edad?


Mi madre me creó un trauma infantil cuando me prohibió taxativamente leer cuentos de hadas. En aquella época las lecturas en formato tebeo o cómic eran escasas y perniciosas; perniciosas por el mensaje nada subliminal que aportaban (violencia, machismo, xenofobia, imperialismo, evangelización) y porque diferenciaban clarísimamente las lecturas “para chicos” y las lecturas “para niñas”. Yo hubiera querido leer los “Cuentos de hadas”, en formato cuadernillo que causaban furor entre mis amigas, pero ya digo que mi madre los tenía vetados en su “Indice” particular. (Gracias mamá por inculcarme ideas feministas a los seis años y dejarme sin aclaración el porqué). Así que crecí leyendo el TBO que se compraba mi padre y “El Capitán Trueno” que me compraban a mí. Y mira que mi abuela lo advertía, que la niña se va a convertir en “una marichico” como siga así, pero ya, ya…Afortunadamente a los nueve años le metí mano a la biblioteca de mi padre y entre Somerset Maugham y Wodehouse espabilé un poco.

El caso es que leer cuentos de hadas no podría, pero soñar con príncipes azules, carrozas voladoras y perdices…eso no me lo quitaba nadie. Y aunque fui rompedora con lo mío y transgredí (casi) todas las normas familiares y sociales, en el fondo se me quedó la pequeña “asignatura pendiente” de haber sido una niña como las demás. Tampoco jugué con muñecas y no porque no me gustaran sino porque los Reyes me traían arquitecturas, lápices de colores y libros. ¿Por qué nunca nadie me regaló una muñeca cuando la necesitaba?

Obviamente esto es de segundo capítulo del manual de la psicóloga en zapatillas, pero a lo que voy. Que yo me inventaba mis propios “cuentos de hadas” a espaldas de mi madre que, si bien era “la jefa”,nunca pudo domeñar mi imaginación.

Después descubrí que estaba equivocadísima (mi madre) porque la vida me hizo conocer a no pocos príncipes encantados con los que compartí el pan y la sal durante muchos años. Bueno, en realidad era un poco al revés: primero conocía al príncipe y luego me salía rana…no sé porqué justo al revés que en los cuentos… Pero… ¿de qué me quejo si a mí me han tratado toda la vida como una princesa? Me han llevado en carroza al país de los sueños (o en furgoneta a recorrer mundo), he dormido en palacios encantados (o en tienda de campaña bajo las estrellas), he tenido bebitas bendecidas por las hadas buenas (esto es verdad literal) y me he pinchado con agujas de ruecas y he comido manzanas envenenadas (y quién no).

Y así, mal que bien, mi vida ha sido un peculiar “cuento de hadas”…y hoy en día, a los cincuenta y ocho, todavía no finaliza su último capítulo.

Los príncipes –con la edad- se convierten en reyes y a mí ahora me tratan como a una reina (salvando mis fervientes convicciones republicanas). Vuelve a mí el tiempo de comer perdices, de salir disparada a galope tendido en la grupa del corcel de quien me aleja de dragones, de contemplar una luna llena con B.S.O. de Beethoven de fondo.

El cuento que la niña soñó no tenía fecha de caducidad y la niña que soñaba el cuento tampoco terminó de crecer, se quedó escondida en un huequecillo detrás del corazón esperando a que apareciera el otro personaje bueno del cuento, ya que todas las brujas y todos los dragones ya habían cumplido su papel.

Cualquier edad es buena para vivir un “cuento de hadas”…aunque sea cinco o seis días y luego haya que volver a la ficción que hemos dado en llamar realidad.

Ahora los alazanes vienen con navegador y las perdices son transgénicas, pero la ilusión y los besos siguen siendo eternos.

Ya nos veremos una noche de éstas por aquí…

Felices cuentos también para vosotros.

LaAlquimista

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