miércoles, 24 de septiembre de 2014

Reflexiones a la orilla del mar. "La tortura del ruido"



Una de mis niñas repetía de pequeñita: “ama, no puedo dormir, hay mucho silencio…” y eso que una tierna infante no podía –todavía-tener “ruidos mentales” que le alterasen la conciencia y perturasen el sueño.

Estas últimas semanas he dejado que mi ser se invadiera de silencio, buscándolo en aquellas horas y momentos en que el ser humano duerme o todavía no se ha tomado el primer café que parece ser que es el que da fuste para empezar a hacer ruido.

Lejos de la ciudad que habito todo el año, al borde de “mi otro mar”, el de la canción famosa, cada vez con más frecuencia cargo “mi carro” y me voy a vivir de una forma diametralmente opuesta a la que habitualmente practico durante “el curso”. Lejos de la vida social, de los compromisos y obligaciones, de cines o teatros, conciertos o eventos –cada vez menos pues el presupuesto familiar no da para ciertas fiestas-, en un entorno donde hay más árboles que personas y más pájaros que antenas, descubro a un ser diferente que habita en mí.

Paralelamente a la mujer urbanita existe otra que no lleva el bolso a juego con los zapatos, paralelamente digo, sin tocarse ni rozarse pues, hay “otra” dentro de mí que rompe amarras en cuanto se terminan Los Monegros, que es algo así como penetrar en un rinconcito de “la Arcadia” de algunos sueños que tuve alguna vez.

Al principio –y empecé a venir hace ya veinticuatro años-asociaba la paz al concepto vacaciones, ruptura abrupta de la rutina laboral y relajación de las obligaciones de la super-woman que me empeñaba en ser. Pero con el paso de los años fui descubriendo otra dimensión que calaba en mi interior mucho más profundamente: el silencio.

Vivir lo más cercanamente posible a la naturaleza, rodeada de campos frutales y haciendas de payeses; tener que andar casi un cuarto de hora para llegar a la panadería más cercana –más cerca el mar que la civilización. Una urbanización muy poco urbanizada donde hay un sólo teléfono público (quién los necesita ahora) y UNA papelera al final de la manzana de edificios. El camión municipal de la basura pasa cada dos o tres días en temporada baja y a media mañana, y enfrente de casa no hay jardines sino olivos.

Por la noche no se oye ni un ruido excepto el vuelo desconcertado de algún murciélago despistado y el paso del lejano tren que lleva a más ciudades ruidosas hacia el norte y hacia el sur. Dormir con todo abierto es dejar que se posen sobre la fina colcha los olores de los jazmines, la fragancia de las buganvillas y al amanecer el perfume fresco y natural del rocío en la hierba.

Los sueños son sueños fuera del tiempo, sin sirenas de ambulancias, ni acelerones de motos o automóviles. La gente no grita porque no está, se han ido de juerga a las ciudades vecinas y como si abominaran del silencio lo han dejado abandonado para regalo de quienes sabemos apreciarlo.

Los pájaros son un privilegio añadido. Sus trinos no interrumpen el sueño sino que lo acompañan como una banda sonora original olvidada ya por los habitantes de las ciudades que guardan algunos en jaulas–triste destino- o tienen que meterse en las profundidades de un parque (si los hay) para recordar los trinos.

Pasear por la playa desierta a primera hora de la mañana. Contar hormigas a la sombra del jardín. Dormir cuando hace sueño y comer cuando hay hambre. Salir a patear a paso ligero cuando se acerca la hora de la cena. Un chapuzón en la piscina al filo de la medianoche.

Todo en silencio.

No tendré pena cuando se acabe sino que sentiré regocijo por haberlo vivido una vez más. Con las baterías cargadas para volver a respirar humo de automóviles y escuchar gritos de muchedumbres, sentiré que hay otra forma de vivir que está al alcance de mi mano.

¿Quién sabe dónde acabaré mi tiempo?

En fin.

LaAlquimista

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