He venido a esta ciudad no con intereses turísticos, sino a disfrutar de la compañía de mi hija que vive aquí este curso académico, así que la cámara de fotos se ha quedado en casa, el programa cultural lo he dejado de lado y tan sólo he entrado en algunas iglesias atraída por la inercia de la viajera que sabe que hay que mirar detrás de los púlpitos y encender velas por si acaso allá donde uno vaya… Pero lo importante para mí era impregnarme del ambiente en que se está formando mi retoño, captar los olores, atisbar por las mismas esquinas. Sentarme en sus terrazas, beber los mismos vinos y patear los adoquines que van a guiar sus próximos pasos; una forma de sentirle a ella, a la hija y a la ciudad. Demasiadas veces dejamos que las personas amadas comiencen otra andadura sin interesarnos más allá de lo puramente superficial o práctico y no nos damos cuenta de que la proximidad afectiva comienza por compartir el pan y la sal allá donde se esté…
Para rematar la compra –que tuvimos que acarrear hasta su casa, deslomándonos vilmente y con el perro correteando entre nuestras piernas,- nos regalamos una increíble raclette à l’ancienne con sus ahumados, encurtidos y patatas calientes; todo un festín para los ojos, el olfato y el gusto. A tomar nota del siguiente detalle; en el restaurante La Raclette, de la rue Fernand Phillipart, nos permitieron entrar con el perro, previo compromiso responsable de que “no iba a molestar”. Allí se estuvo, este Elur bendito, a mis pies, oliendo a queso (el de la raclette, bien sûr) mientras sus amas se ponían las botas. Esta vez con un Muscadet sin alharacas, pero más que decente.
Para quien necesite aclaración, diré que una “raclette à l’ancienne” consiste en un aparato metálico, con forma de media luna, que ocupa un lado completo de la mesa, provisto de unas barras verticales que hacen de “grill” al rojo vivo y un pincho en el que se clava medio queso del tamaño de una ensaimada mallorquina. Con el calor el queso va fundiéndose de a pocos y cayendo –como un manantial imposible de lujuria gastronómica- sobre el plato colocado debajo. Con una paleta de madera se recoge el maná amarillo y se hace con él lo que es menester junto con el acompañamiento descrito en el párrafo anterior.
Tamaña ingesta de calorías, lípidos e hidratos no permitía más colofón que un paseo hasta Quinconces, mareándonos al pasar por el parque de atracciones que sienta sus reales durante todo el año en mitad de la ciudad, un despropósito inigualable, por el Quai siguiendo el curso del Garona –dos kilómetros arriba y otros dos abajo- cruzar el puente de piedra para asomarnos al Jardin Botánico y terminar en la Place du Grand Teatre, tomando un té al sol de la tardecita, con el magnífico edificio de la Opera justo enfrente. Ahí no pude entrar con el chucho, así que me limité a dejar que mi hija me contara su hermosura que ella sí había tenido el placer de disfrutar.
Con la hora cambiada –y el paso algo cambiado también- con la huída de la luz hicieron lo mismo las gentes. ¡Qué manía de meterse en casa a las siete de la tarde porque han retrasado los relojes! Si la temperatura era divina de la muerte, ¿cómo podíamos volver al hogar habiendo tanta noche por delante todavía? Así que hicimos el último esfuerzo y nos tomamos un par de vinitos (de Bordeaux, claro) en el Bar à Vins du Café du Theatre, justo al lado de casa, un sitio elegante y minimalista donde van a cenar los ministros (cuando van). Chulas que somos.
La reflexión del día nos llevó a intentar comprender el espíritu de los buses repletos de turistas que, cascos en ristre, habíamos visto dando vueltas por la ciudad, sacando fotos de arcos y portadas, campanarios e iglesias, fachadas y puentes, sin apearse del vehículo común y absorbiendo la cultura local en tres idiomas. Incroyable, mais vraie. Por lo menos no desgastarán suela de zapatos…
Al filo de las diez de la noche, habiendo cenado dos yogures desnatados (noblesse oblige), nos dirigimos al Port de la Lune, a la zona detrás de la Gare Saint Jean y sus “caves” de música alternativa. En el “Comptoir du Jazz”, cervezas bien tiradas (a 3,50€) y blues en vivo. Un sitio precioso, con pequeños sillones y altos taburetes, grande y mal ventilado, con gente de pelaje bohemio y edad similar a la mía (todo un detalle por parte de mi hija) donde pasamos varias horas descansando de los furores del día ecuchando lánguidos solos guitarrísticos, baladas desgarradas a lo Hendrix y acabar bailando ese rock francés almibarado que todos practican desde los doce años al son de no importa cuál ritmo musical. ¡!Hacía mil años que no me sacaban a bailar!!
El paseo de vuelta a casa, simplemente perfecto.
http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50
LaAlquimista
Viaje realizado en octubre 2011
Por si alguien desea contactar:
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Fotos: Cecilia Casado
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