Llevo siempre conmigo una pequeña agenda en la que voy apuntando cosas: citas con personas, citas con palabras, números de teléfono y todo aquello que creo me puede servir para apuntalar mi caminar. Pequeños “bastones”, yo les llamo.
No son más que cinco palabras y no se me ocurrieron a mí; vienen en el libro de C.S.Lewis “Una pena en observación” y cada vez que las pienso me resuenan en el alma como un chirrido indeseado. Las he analizado, sopesado, incorporado a mi cotidianeidad… ¿Serán la forma del fondo de una gran verdad?
Yo que leo tanto, que he leído siempre tanto y tanto, creyendo que es por deseo de conocimiento, inquietud insoslayable o, simplemente, la curiosidad unida a la huída del aburrimiento vital, llevo varios días dándole vueltas en la cabeza al fulminante concepto que lleva adherido la frase en cuestión.
Cierto es que la lectura me ha ayudado a paliar miles de minutos solitarios por obligación y en los que me he cubierto del bálsamo de las palabras, pero siempre pensé que era una “salida digna” en vez de ponerme delante de un televisor y atontarme directamente. Los peores momentos de mi vida los he soportado gracias a la lectura y no de novelas precisamente. Cuando las circunstancias me zarandearon, casi siempre porque yo había ido a su encuentro, busqué en los libros el apoyo necesario para no derrumbarme del todo.
En aquellos tiempos míos no existía el concepto “libro de autoayuda”, no eran palabras bendecidas por el marketing todavía, pero sí que nos agarrábamos a Krishnamurti, a Anthony de Mello o, en el mejor de los casos, a un JuanSalvadorGaviota que nos prestaba sus alas durante unas cien páginas para ayudarnos a aprender a volar. Buscando siempre el camino espiritual desde la huida necesaria de unas enseñanzas que se estrellaban de frente con el mínimo sentido de los valores humanos que todos traemos de fábrica.
Hubo después la época en que preferí leer a Cioran. O a Sartre. Incluso fui capaz de coquetear con las palabras tristes de Proust; lo que hacíamos casi todos en aquella época en que la vida empezaba a mostrarnos su cara sin censura, cuando aprendimos que la palabra “eufemismo” era una inmensa carpa de circo bajo la que todos éramos payasos tristes.
Leer para no sentir la soledad interior. Leer para vivir vidas ajenas, recorrer caminos de otros y hacerlos propios. Leer para pensar y pensar mil veces que la vida que hemos elegido es tan importante como la de quienes la han puesto en palabras, impreso en papel, colocado en mis manos para que yo pueda aprender la lección.
Quizás quienes no tengan el hábito de leer porque no tienen tiempo material de hacerlo sea porque siempre están rodeados de gente, de cosas que hacer, de ritmos rápidos y estruendosos que no les dejan ni un minuto de silencio, de paz, de pensamiento libre. Quizás quienes nunca leen sea porque se sienten arropados por la gente, la familia, el ruido o los personajes ficticios que ven por televisión. Quizás nuestro Presidente de Gobierno que se ufana él, alma de cántaro, de leer únicamente prensa deportiva, sea el vivo ejemplo de lo que somos los ciudadanos de este país.
Feliz amparo el que me ofrecen los libros. Por si fallan los amigos, por si me escamotean el amor, por si me llega la soledad y no sé qué hacer con ella…
En fin.
LaAlquimista
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