Mercados y cementerios, dos de los puntos clave en una ciudad. Los unos para alimentar a los vivos y los otros para alimentar recuerdos. El cementerio de La Chartreuse es el más antiguo de Burdeos y, aunque no alberga personajes demasiado ilustres fuera de la región bordelesa, teníamos curiosidad y ganas de salirnos de los recorridos habituales llenos de turistas españoles. Allí estuvo enterrado Goya –hasta que decidieron repatriarlo al pobre, cuando ya no tenía voluntad para resistirse, y hoy queda un cenotafio (bonita palabra) rodeado de arbustos horrendos.
Lo primero que nos llama la atención al entrar en el cementerio es un gran cartel detallando todo lo que está prohibido: fotografiar, perros, bicicletas, hacer picnic ¿? y fumar. Bien por los franceses que no dejan que nadie invada sus recintos sagrados, aunque hay que estar muy loco para sentarse encima de una tumba a pasar la tarde, pero en fin, ellos sabrán. Lo de las fotos es algo que llevamos mal mi hija y yo, porque me he olvidado la cámara en Donosti y soy de las que está todo el rato viendo fotos “imprescindibles” y ella es la artista que encuentra aunque no busque, amén de difícil esconder la cámara que abulta como un tomo de la Enciclopedia Británica… Quiero ver la tumba de Flora Tristán de triste recuerdo, -feminista, escritora y pensadora que vivió en 41 años dos vidas y media- pero ahí llega uno de los muchos funcionarios del camposanto, gesticulando y diciendo, non, non, non al vernos la intención y la cámara.
Diré que es una pequeña satisfacción conseguir el mimetismo preciso para no parecer extranjera en un país extranjero, y de paso conseguir que te respeten más y te timen menos, y a la pregunta de si hemos venido a visitar a nuestros deudos, le digo que sí –ante la mirada estupefacta y recriminatoria de mi hija. -Pues sí, M. Violet –como reza en su plaza- le digo yo, queremos ver la tumba de Mme. Tristan ya que su ascendencia vasca nos puede resultar relativamente cercana (lo que es pura invención, evidentemente) y el buen hombre, amable donde los haya, nos conduce hasta la tumba y se da la vuelta pícara y ostentosamente mirando hacia el sur, lo que interpretamos como su aquiescencia para sacar la instantánea vedada. Nos dijo que las fotos están prohibidas porque la gente “comercia” con ellas, lo que expuso sin saber explicar a qué tipo de comercio se quieren referir…
Nos lleva por aquí y por allá, mostrándonos las “joyas” del camposanto: tumbas en forma de pirámide (sic), con ornamentos de esfinges y columnas dóricas mal conservadas y la curiosidad de una tumba china a la que le van dejando de vez en cuando incienso, flores, frutas y cuencos de arroz, así como la de un joven de 27 años, fallecido en 2003, a quien su familia, año tras año, ofrece flores de cerámica y una nueva placa recordatoria, fotos, poemas y oraciones en una locura que lo invade todo. (Ya es triste, ya). La tumba de un niño llena de angelitos de escayola –como los enanitos de un jardín- y el pequeño cementerio de un batallón entero de soldados de una guerra que, a los pies de cada cruz, tiene un tiesto enorme con flores y un sistema de regadío con mangueras y llaves de paso automáticas. Por si no llueve lo suficiente…
Poca gente de visita, es la hora del Angelus y ya se sabe que los franceses o comen a mediodía o les da una especie de urticaria, así que nos despedimos de M. Violet y su bicicleta y nos vamos nosotras también en busca de otras emociones.
Justo enfrente de la puerta principal está la iglesia de San Bruno, inundada de sol que atraviesa sus vitrales y confiere aspecto inusual a sus innumerables “trompe l’oeil” –trampantojos que dicen los castizos- que inventan paredes, coro y cúpula. Bastante kitsch –hortera le digo yo-, pero curioso en cualquier caso.
El día es tan bueno que no apetece volver a casa a comer, así que buscamos una de las muchísimas terracitas del centro donde dan un menú más que decente por 15€, que no es que sea regalado, pero para una ensalada landesa y un pavé de saumon con salsa mantequillosa, gâteau basque de postre incluido y jarra de agua fresca, no está tan mal. Y es que hay que aprovechar el solecito, que ya nos han cambiado desde Europa el reloj y hecho la puñeta a los que nos gusta estar más en la calle que en casa…
Hoy nos saltamos la siesta porque vale la pena tomar el aire –que sigue siendo gratis- y hablar de lo divino y de lo humano, disfrutándonos mutuamente como madre e hija –que eso de ser coleguis a mí no me va nada, yo reivindico mi papel de madre a ultranza-, haciendo planes para volar a Mexico en cuanto ahorremos lo necesario y compartir otra ciudad –algo más grande, me temo- con la querida morena que se nos ha ido tan lejos.
Una pequeña digresión de vuelta a casa en el moderno tranvía que articula la ciudad; el transporte público que no pasa por el conductor/cobrador se presta a la picaresca y malintención de muchos caraduras. Viajar sin pagar es algo que no he entendido jamás, porque si todos gorroneamos… ¿quién paga los sueldos de los conductores, la limpieza y el mantenimiento y el precioso convoy de vagones lustrosos y recién salidos de fábrica? Así que, religiosamente, 1,40€ de billete –por no tener un bonobús más barato-. Lleno hasta los topes, a la tercera parada lo invaden las huestes de revisores; seis de golpe en el mismo vagón, lector de código de barras en ristre, mientras que varios viajeros se levantan súbitamente y deciden apearse in extremis
Por la noche, un asalto a las viandas que he llevado de regalo: jamón ibérico, queso del país y un paté que hemos comprado de vuelta a casa que nos eleva a los cielos aquitanos de la buena mesa por poco dinero. Para beber, sidra de Astigarraga, que mi niña andaba nostálgica… y las estrellas de otra noche cálida que son las mismas que veré desde mi ventana cuando vuelva a casa y sienta que seguimos las tres juntas porque vivimos en la misma casa/tierra y nos cobija el mismo cielo.
LaAlquimista
Fotos: Amanda Arruti y Cecilia Casado
Viaje realizado en 2011
Por si alguien desea contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario