La vida nos deja tranquilos y en paz la mitad del tiempo; la otra mitad nos zarandea y es entonces cuando reaccionamos, nos “despertamos”de la somnolencia cómoda en la que se pasa la mayoría del tiempo y las emociones empiezan a “hacer de las suyas”.
Sin llegar al extremo de la tragedia –que nunca he sabido muy bien en qué se diferencia del drama- nos ocurren “cosas” que hacen mucho daño y para las cuales no estábamos preparados porque, sinceramente, siempre hemos pensado que “les iban a ocurrir a los demás”.
Es como cuando se leen las estadísticas de los accidentes de carretera durante el fin de semana: eso siempre les pasa a los demás.
O los hospitales llenos de gente joven y gravemente enferma: eso también les pasa a los demás.
Incluso creemos ingenuamente que a nosotras no nos va a abandonar el marido o la pareja como le ha pasado a la conocida de clase de pilates. O que nuestros hijos “ni fuman ni beben” y nunca van a acabar en un coma etílico o vomitando por las esquinas como MILES de jóvenes las noches de fiesta.
Nos sentimos a salvo de ictus, infartos y depresiones. Seguros en la nunca garantizada seguridad de un puesto de trabajo “para toda la vida”. Como “para toda la vida” hemos creído que eran los amores, los contratos, las promesas.
Entonces llega el zarpazo y no sabemos a quién echarle la culpa, aunque seguramente no haya ningún culpable con nombre y apellidos sobre quien arrojar nuestra rabia, la ira, el odio, el cabreo.
¿Cuál suele ser la actitud generalizada cuando algo malo nos ocurre?
Pues unos se cabrean y otros se ponen tristes. Como siempre los dos extremos posibles. Los unos sacando fuera de sí el monstruo que todos llevamos dentro vestido con sapos y culebras y toda la bilis que se pueda almacenar sin reventar y los otros metiéndose más adentro en los recovecos de su caverna interior dejando que la procesión desgaste en lágrimas, suspiros y pesadillas el dolor que se siente.
Desde siempre me he hecho a mí misma la siguiente pregunta cuando la vida me ha zarandeado: “¿Qué hago, me cabreo o me pongo triste? ¿Qué me conviene más en este momento?”
Y nunca he podido limitarme a vivir UNA de las dos emociones sino que he tenido que pasar por LAS DOS hasta apaciguar el ánimo y volver a tener la serenidad mínima suficiente como para volver a tomar el timón y salir de las aguas turbulentas.
“Enfadarse, cabrearse, con una persona concreta o con el mundo en general supone un gasto de muchísima energía vital que puede afectar al hígado y predispone a estados emocionales tan poco agradecidos como el resentimiento, la irritabilidad, la frustración, la cólera, la indignación, la animosidad, la amargura y la ira contenida.
¡Casi nada al aparato! De ahí vienen los dolores de cabeza y en el cuello, o los acúfenos o los mareos, por no contar con el enrojecimiento de la cara. Y parece ser –dicen los que saben- que este estancamiento de energía se localiza en el hígado pudiendo invadir el estómago y el bazo, sobre todo cuando alguien se enfada durante las comidas.
Aunque si te dejas llevar por la tristeza no lo tienes mucho mejor porque la energía mal encauzada producirá cansancio, falta de apetito o ardor de estómago. Eso sin contar con que la tristeza afecta directamente a los pulmones, bloqueando su energía y produciendo síntomas como: ansiedad, disnea, cansancio y depresión.” (*)
En resumen: que tanto si me dejo llevar por el famoso “cabrearse como un mono” como si me permito “hundirme en la miseria” mi cuerpo lo va a acusar y va a enfermar. No me cabe la menor duda.
Es por eso que estoy aprendiendo a dejar de lado las ganas de enfadarme cuando considero que soy objeto de una injusticia y a no permitir que la tristeza se enseñoree en mi interior cuando algún afecto me es retirado o un pretendido desaire se abalanza sobre mi persona.
No se trata de quedarme “indiferente” sino abrir puertas y ventanas de par en par, “hacer que corra el aire” y dejar que todo pase. Porque todo pasa.
En fin.
LaAlquimista
Por si alguien desea contactar:
(*)www.http://restauracionbioenergetica.es/
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