El perro en la puerta, controlando que no me escape por la de atrás, oliendo la dulce fritanga y esperando, que es toda su función. Servidora con el periódico desplegado como las alas de un albatros a la espera del dulce manjar. Cuando ya las entrañas comienzan a agitarse por la ingesta visual de desgracias varias, el dueño –amable donde los haya- se acerca con el festín humeante. Entonces hay que dedicarse al ritual como si fuera sacrosanto y no la vulgaridad de coger y mojar, succionar y poner cara de orgasmo. Un churro es en sí mismo –y a ver quién me quita la razón- una pequeña obra de arte. Conjunción de lo dulce y lo salado, carbohidratos y lípidos estimulantes, un subidón para el ánimo decaído, el paso imprescindible hacia la pequeña felicidad dominical, olvidadas penas y teléfonos que no suenan…
El local suele estar en silencio a tan temprana hora, no es un barrio de madrugadores el mío –por lo menos los domingos. Agradezco la ausencia de hilo musical, radio y televisión. Como una capilla reverencial donde cada orante lleva a cuestas su propia penitencia para ser lavada por el “café bendito y los churros consagrados”. Una vez finalizada la noble (y carnal) ingesta, un paseo por el parque desierto se impone; es el momento ideal para la pequeña reflexión que ayudará a una buena digestión. Al cabo de media hora –más o menos- hay que regresar al hogar, a lo calentito de nuevo. Y si no queda otro remedio, volverse a meter en la cama para soñar una vez más con lo salado y lo dulce de la vida…
En fin.
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LaAlquimista
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