Cuando me las daba de listilla impunemente –hace ya muchos años de eso- me gustaba decir que el aburrimiento era cosa de tontos. Quizás para distinguirme, para explicar al mundo que yo era capaz de tener múltiples y diferentes intereses vitales, todos ellos de elevada calidad; supongo que se me llenaba la boca –y la cabeza- con mis proyectos, afanes e ideas. Pero el tiempo pasa –afortunadamente- y, entre bofetada y bofetada, una va tomándose el tiempo de alguna que otra pequeña reflexión.
Si hacía las maletas y partía rumbo a un país exótico, si era capaz de arrancar el coche para ir a cenar a París o me metía de cabeza en un asunto a todas luces complicado y perjudicial para mí (preferentemente amoroso), eran esas actitudes mías una especie de desafío ante mí misma para librarme del tan temido tedio, vulgo aburrimiento.
Al aburrimiento lo he temido como a un tornado, visceral y completamente. Cuantas veces escuchaba frases del tipo: “mi matrimonio es un aburrimiento”, “mi trabajo me aburre”, “estoy con alguien aburrido”, me recorría por dentro el escalofrío de la satisfacción de saber que yo no tenía que padecer esa enfermedad.
Luego van pasando los años y las maletas se van rompiendo (hay que comprar otras nuevas), las articulaciones crujen y anuncian el cambio del tiempo (pastillas y cremas), y cada vez es más difícil encontrar compañía para hacer la última pequeña locura que se me ocurre. Y me da por pensar si no me habrá llegado –también a mí- la época del dulce aburrimiento… que tanto parece acomodar –que no gustar- a quienes me rodean.
Pues yo antes de aburrirme me subo a un globo –no, que ya he subido-, bueno pues me largo al desierto a seguir las huellas de Lawrence –tampoco, que ya fui y estaba lleno de arena-, entonces ¿qué me queda? ah sí; pasear por la ciudad a contar las flores, hundirme en el sillón a leer muchos libros, ver buenas películas y parlotear de recuerdos divertidos con mis hijas…
Hoy sigo estando viva. Tonto el que se aburra.
En fin.
Si hacía las maletas y partía rumbo a un país exótico, si era capaz de arrancar el coche para ir a cenar a París o me metía de cabeza en un asunto a todas luces complicado y perjudicial para mí (preferentemente amoroso), eran esas actitudes mías una especie de desafío ante mí misma para librarme del tan temido tedio, vulgo aburrimiento.
Al aburrimiento lo he temido como a un tornado, visceral y completamente. Cuantas veces escuchaba frases del tipo: “mi matrimonio es un aburrimiento”, “mi trabajo me aburre”, “estoy con alguien aburrido”, me recorría por dentro el escalofrío de la satisfacción de saber que yo no tenía que padecer esa enfermedad.
Luego van pasando los años y las maletas se van rompiendo (hay que comprar otras nuevas), las articulaciones crujen y anuncian el cambio del tiempo (pastillas y cremas), y cada vez es más difícil encontrar compañía para hacer la última pequeña locura que se me ocurre. Y me da por pensar si no me habrá llegado –también a mí- la época del dulce aburrimiento… que tanto parece acomodar –que no gustar- a quienes me rodean.
Pues yo antes de aburrirme me subo a un globo –no, que ya he subido-, bueno pues me largo al desierto a seguir las huellas de Lawrence –tampoco, que ya fui y estaba lleno de arena-, entonces ¿qué me queda? ah sí; pasear por la ciudad a contar las flores, hundirme en el sillón a leer muchos libros, ver buenas películas y parlotear de recuerdos divertidos con mis hijas…
Hoy sigo estando viva. Tonto el que se aburra.
En fin.
LaAlquimista
http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50
Por si alguien desea contactar:
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