viernes, 28 de febrero de 2014

A favor de los jubilados que miran las obras en la ciudad



Ahora que no tengo ya que ir a trabajar, el tiempo, las horas del día, una detrás de la otra, adquieren un valor intrínseco, específico y personal que hasta ahora (y mira que he vivido años) no habían tenido. Cuando mi única alternativa era deslomarme por un salario mensual no tenía demasiada conciencia del paso del tiempo como no fuera para vigilar que dieran pronto las seis de la tarde de los días laborables. A partir de ese hito vespertino la vida comenzaba realmente para mí (y para tantos otros).

Sin embargo, ahora que no tengo ya que ir a trabajar, gracias a la crisis que se ha llevado por delante mi puesto de trabajo (y tantos otros), la primera hora del día es sagrada y hermosa en cada uno de sus sesenta minutos. Abrir la conciencia y los ojos pausadamente, sin ser despertada por la alarma antiaérea del despertador, desperezarme lánguidamente comprobando si los cuatro puntos cardinales de la cama siguen estando en su sitio, posar un pie y luego el otro en la tierra, en la vida, en la alfombra suave de mi libertad. Hacer el café con todo el mimo posible, meditar sobre la profundidad de la cosa mientras un par de tostadas se broncean lentamente, bendecirlas con aceite oscuro y de olor intenso…

Pero también la segunda y la tercera horas son sagradas y hermosas. Todas ellas. Porque nadie me aprieta, porque nadie me agobia, porque no suena el teléfono, ni recibo treinta correos electrónicos al día, porque no tengo reuniones, ni nadie que repita mi nombre cincuenta veces en una misma mañana. Las horas, mi tiempo, es sagrado porque es exclusivamente mío. La cosecha que no esperaba recoger hasta dentro de casi diez años ha fructificado antes; algo verde y bastante menguada, pero suficiente –con qué poco podemos ser felices- para hacerme crecer las alas.

Ahora puedo dedicarme a reflexionar sobre lo que más ha importado a la humanidad que no tenía que ir a cazar mamuts. Las preguntas del millón, del tipo : “Quienes somos, de dónde venimos y a dónde vamos? ¿Qué es el ser? ¿Qué es la esencia? ¿Qué es la nada?”* Ahora comprendo que es preciso pararse a mirar al vacío circundante para poder entender la inmensidad del caos.

Embutirse en la espiral ruidosa que nace con nosotros para, en medio de ella, hallar el verdadero silencio. Como hacen sabiamente los jubilados que se pasan horas delante de las obras públicas en cualquier rincón de la ciudad. Ahora puedo comprenderles y, sin lugar a dudas, romper una lanza a su favor.

Los que aún trabajan atados a la férula impositiva de las ocho –o más- horas al día, no podrán comprenderlo. Pero algún día se darán cuenta de que es la prejubilación (o la jubilación completa) el comienzo de un largo curso de filosofía. No seré yo quien lo desaproveche.

En fin.

* Siniestro Total. Letra de una canción.

LaAlquimista

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