miércoles, 26 de febrero de 2014

¿Por qué beben nuestros hijos?




Cuando se llega a cierta edad uno de los errores más comunes es creer que uno “está de vuelta de todo”; que ya ha recorrido lo más abrupto del camino y que ya se las sabe todas. Que conoce lo que hay que conocer y que tiene el derecho a juzgar lo que hay que juzgar. Y no. Craso error. Los usos sociales cambian a un ritmo vertiginoso y somos incapaces –nadie es capaz, ni siquiera los sociólogos ni los más enterados- de “comprender”.

Este prolegómeno viene al caso de cuando hablo con gente de mi edad –madres y padres de hijos entre quince y treinta años- del uso del alcohol por parte de la juventud. Suelo pecar de sincera y casi siempre resulta que mis hijas son las únicas bebedoras sociales de fin de semana. Escucho con demasiada frecuencia la frase: “pues mi hijo no bebe; ni fuma.” Ah, pienso yo, y sin embargo vuelve a casa viernes y sábados con el repartidor del pan…

¿Por qué beben nuestros hijos? La respuesta más simple es porque nos ven beber a los padres. Poco o mucho, la ingesta de alcohol está presente en todas las celebraciones: familiares, amistosas y de compromiso. El alcohol es barato, baratísimo (en comparación con otros países de Europa -¿con qué vamos a comparar si no?-) y está al alcance de cualquiera con un DNI suficiente. Nos han visto con la copa en la mano desde que tienen memoria; excepciones las hay, por supuesto, pero no cuentan ahora desgraciadamente.

Yo les pregunto, a esos jóvenes a los que tengo acceso, cuál es el motivo de su exagerada e imprudente ingesta de alcohol. Esas botellas de vodka, ginebra, whisky y ron que cuestan lo mismo que un bocata… ¿qué veneno contienen? ¿les importa acaso meterse entre pecho y espalda química pura y dura de a tres euros el litro?
Las respuestas son variadas e insuficientes: porque lo hace todo el mundo, porque ¿qué otra cosa van a hacer para divertirse?, ¿preferirías que nos metiéramos algo más fuerte? ¿qué hacías tú a nuestra edad…?

A su edad yo…nosotros…estábamos igual de desorientados, confusos, dolidos e insatisfechos de la vida que atisbábamos se nos presentaba por delante. Creíamos que nuestros mayores nos habían dejado un mundo tocado del ala, dañado en sus cimientos, sin inquietudes y que íbamos a tener que dejarnos la piel en levantarlo. Y es cierto que nos hemos dejado la piel. En los últimos treinta años hemos convertido un proyecto vital único en un fracaso vital colectivo. Y nuestros hijos nos miran con el rabillo del ojo conscientes de que no podemos echarles ya nada más en cara; que la responsabilidad también es nuestra.

Y se van a tomarse sus copas tan tranquilos. O no.

En fin.

LaAlquimista


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