domingo, 2 de febrero de 2014

Mujeres invisibles


Dicen las malas lenguas (masculinas) que las mujeres nos volvemos invisibles a partir de cierta edad. Supongo que es una forma de decir que ‘todas las personas’ dejan de atraer la atención del sexo opuesto en un determinado momento. (Me llama tanto la atención cómo se soslaya el masculino genérico en tantas ocasiones, pero en fin). Y como siempre me ha gustado intentar desmontar las falacias llevo varios días observando y, a pesar de que dicen que son invisibles, yo las he visto.

Mujeres de una edad –aparente- comprendida entre los cincuenta y los sesenta y cinco (a partir de ahí forman parte de otra ‘tribu urbana’), mujeres solas o en grupo, paseando o pateando la ciudad, mirando escaparates o tomando café. Mujeres vestidas sin aspavientos, el pelo lavado en casa y no siempre teñido; por el contrario, la mirada alegre y franca. Casi todas con alianza en el dedo correspondiente.

Esas son las mujeres en las que no se fijan los hombres; esposas y madres que siguen al pie del cañón sustentando pilares importantes, vigas que –de romperse- arrastrarían la estabilidad de sus esposos y familia. Esas son ‘las santas’ que todo hombre que se precie se precia de tener en casa. Esas son las mujeres invisibles a los ojos depredadores de los hombres.

Luego están ‘las otras’, más llamativas y peripuestas y exudando feromonas por entre el rebaño de machos disponibles (pocos y renqueantes). Las que intentan todavía conseguir a su hombre, (justo derecho) las mismas que a la vuelta de unos años también se volverán ‘invisibles’.

Pues yo las he visto a todas. Las he mirado y admirado. Están vivas, son fuertes, ríen y se las ve contentas. Luego, he buscado a los hombres… y no he visto a ninguno.

En fin.

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