lunes, 10 de marzo de 2014

Todo sobre mi madre...o casi

De vez en cuando hago referencia en mis escritos a mi padre, que nos dejó unas navidades hace ya veinte años, pero creo que casi nunca he dicho nada acerca de mi madre. El principal motivo es que está vivita y coleando –aunque con los achaques propios de su edad, que son ochenta y seis primaveras- y cuando le hablo de este blog y le leo las cosas que escribo me hace su crítica e incluso me insta a que mis temas no sean superficiales sino que intente ahondar en el profundo sentido de la vida humana.

Pero vamos por partes. Yo he sido (y hablo en pasado) lo que en la época se llamaba “una hija rebelde”, es decir, que me paseé –con bastante impunidad todo hay que decirlo- por el catálogo completo de lo que hoy se consideraría “políticamente incorrecto” y en aquellos años, simplemente, no era propio de una señorita de buena familia. Resumiendo; que a mi madre (y a mi padre obviamente) le llevé por la calle de la amargura durante varios lustros arrastrando el sambenito de “hija conflictiva” y proveedora de disgustos varios.

Sin embargo, pasados los años (muchos) y estando en trámites de cerrarse el círculo vital que nos une a madre e hija, constato con estupefacción que todos y cada uno de los supuestos “defectos” de los que yo adolecía en la primera y segunda parte de mi vida activa (ahora estoy entrando en la tercera, eso es seguro, y espero que la “cuarta fase” me pille en absoluta paz conmigo misma) han sido heredados de mi madre de la forma directa e irreversible que una madre transmite a su hija valores, pensamientos y forma de ver la vida. Una herencia genética tan fuerte como el ADN y que nadie ha conseguido desestructurar todavía.

Porque si en la forma no estábamos de acuerdo –por aquello de que no fueron lo mismo los años 50 de su juventud que los 80 de la mía- en el fondo somos como dos gotas de agua. (Ella una gota más guapa, vale). Mi madre me enseñó a ser no-dependiente y luego se enfadaba porque hacía lo que quería; me privó de una educación “al uso” para una niña, propiciando que jugara con libros en vez de con muñecas –aún recuerdo cómo puso el grito en el cielo cuando aparecieron en los comercios unos juguetes para niñas consistentes en un juego de escoba, recogedor y plumero de colorines- y después me recriminó que yo me hubiera convertido en algo parecido a una feminista sin saber que ella lo era de forma natural.

Mi madre fue a la universidad y se ha pasado la vida cultivando la mente y mimando su espiritualidad. Es lectora impenitente a pesar de su grave dolencia oftálmica y siempre ha preferido ir a una conferencia de Teología que a ver una película de Gary Cooper (o el ídolo secreto que tuviera en su época, el equivalente al George Clooney de mis sábanas calientes). Mi madre me mostró cómo se utilizaba la libertad y luego se quejaba de que intentaba volar demasiado alto. Me dio lecciones de cómo preservar la propia dignidad para pelearse acto seguido conmigo porque yo no daba mi brazo a torcer en según qué situaciones. Me enseñó que los malos ejemplos son para aprender a hacer las cosas bien y que los amores de verdad nunca vienen en papel de regalo y con lazo rojo. Sus consejos me parecieron horrendos hasta que descubrí que la muy “bruja” acertaba siempre un pleno al quince.

Ahora que ella está muy mayor y yo estoy mayor a secas, es cuando puedo acercarme a ella en una situación de igualdad. Ahora veo que he copiado todo lo bueno que había en ella y que lo malo –porque haberlo haylo- me ha ayudado a evolucionar como ser humano y como madre que soy de mis hijas para no repetir con ellas más que los buenos ejemplos, aunque las meteduras de pata sean mías y sólo mías.

Mi madre es muy suya para muchas cosas –igual que yo lo soy para las mías- así que ahora voy a leerle este escrito a ver si me da el nihil obstat o me hace tachar la mitad y corregir la otra mitad.

Estoy de buen humor; va por ti, mamá.

LaAlquimista

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