miércoles, 8 de enero de 2014

Viejos son los trapos





Vaya por delante que no considero poseer autoridad moral para juzgar y condenar actitudes, así que me limitaré a relatar los hechos.

Tenemos una mujer de casi sesenta años, de esas que todavía menean caderas y libido, atravesando un parque urbano en un mediodía soleado de invierno. Va a algún sitio, su paso no es errático, pero ha preferido caminar unos cientos de metros más y alejarse del estruendo automovilístico. Observa sonriente que el parque, aun despojado de buena parte de sus ropajes, sigue ofreciendo al paseante el sosiego de los cuidados parterres de invierno y agradece el calorcillo que se filtra por entre las ramas de unos árboles que guardan sus hojas con insistencia, con una especie de cariño que dura las cuatro temporadas.

Unos perros sueltos aquí y allá, con la alegría momentánea que les da la dejadez de sus dueños, caracolean entre los bancos, alrededor de la fuente, ofrecen felices al universo el fruto de sus intestinos lejos de la mirada disimulada de sus amos que ocultan, como quien no quiere la cosa, la correa en el bolsillos. Huérfanos por un rato, esos perros arrancan una sonrisa en nuestra mujer que observa más cuidadosamente donde va poniendo los pies.

Se detiene por unos instantes junto al pretil de la ría y observa el poco caudal de agua que lleva y piensa que ahora la playa estará desnuda y abierta en la plenitud de la marea baja, dibuja esa imagen en su mente y vuelve a sonreir. Entre los lodos del lecho de la ría sobresalen los testigos mudos de la ciudad que desecha lo caduco, lo obsoleto o el producto de alguna gamberrada: un carrito de supermercado, un tapacubos, un zapato –sólo uno, ¿quién arroja un único zapato?-, y desperdigadas como flores arrastradas por el viento, las reinas de todo basural, las botellas de plástico símbolo irrefutable del desarrollo de nuestra era.

Un poco más allá, arracimados en y sobre un banco, se halla un grupo de gente más o menos joven, más o menos desocupada, más o menos de este o de otro país. La mujer sigue con su sonrisa prendida en los ojos y en los labios, hoy puede ser un día feliz también para ella, la vida sigue su camino y ella sigue el camino que le marca la vida. Al pasar a la altura del grupo escucha claramente una frase que considera inadecuada, fuera de contexto, algo así como –“¿Quieres guerra, vieja?” y se asombra, se vuelve, se para, los mira y sin dejar de sonreir les espeta a todos y a ninguno:

-“Viejos solo son los trapos, para que te enteres, oligrofrénico”.

Mientras se aleja por el paseo temblándole un poco las piernas, piensa que ha sido el estupor producido por la contestación lo que ha frenado la respuesta que, seguramente, alguno del grupo o todos a la vez, estarían teniendo con un minuto de retraso, el tiempo justo que marca la diferencia entre el ser y el estar, la ventaja de conocer el diccionario y, sobre todo, el placer de poner los puntos sobre las íes.

En fin
 
LaAlquimista

Foto. C.Casado


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