viernes, 3 de enero de 2014

La quinta del "53 "(II)



Como cada día, de regreso a casa, paso por delante de lo que fue el Teatro Bellas Artes. Edificio singular, peculiar en su estilo, se construyó originariamente para ser un teatro-cine. No tengo recuerdo de haber presenciado ninguna representación, tan sólo accedí a sus salas como cine de sesión continua. Aquello sí que era amor al arte, dos películas –una detrás de la otra- con el Nodo en el medio- en un centrifugado loco durante tres sesiones seguidas. Es decir, podías entrar en el cine a las cuatro de la tarde y salir pasada la media noche por el precio de una sola entrada y ver seis películas seguidas, repetidas de dos en dos.

Refugio secular de cinéfilos y aburridos paseantes, los cines de sesión continua –en las grandes ciudades había hasta pases matinales- constituyeron el bautismo cinematográfico de mi generación. Casi siempre había una película “buena” y una “mala”, la de relleno, pero no importaba porque hacía calor en invierno y se estaba algo más fresquito en verano.

Mi madre me tenía prohibido ir al “gallinero” porque decía que allí se juntaba lo peor de cada casa y me daba dinero para sacar la entrada del patio de butacas; así que me iba al piso de arriba y la diferencia me la gastaba en pipas y regaliz. Más que ver la película, los habitantes ocasionales de los pisos altos se dedicaban a diversos y variopintos menesteres como molestar a las chicas, escupir las cáscaras de las pipas de girasol- y lo que se escupe normalmente- sobre los residentes ocasionales del patio de butacas, levantarse y sentarse repetidamente golpeando con furia salvaje el asiento de madera, molestar a las chicas, fumar hasta que llegaba “el pilas” –por el humo se sabe donde está el fuego- y poner cara de póker, molestar a las chicas, hablar en voz alta, reír en voz alta, montar bronca en voz alta y molestar a las chicas.

Si llegabas a la segunda sesión en mitad del pase incluso con cualquiera de las películas empezadas, las pisadas resonaban como cascos de caballos, crujir imposible de ocultar de miles de cáscaras, papeles, envoltorios. Palomitas, no había todavía porque al cine se iba con la merienda –no estaba el asunto para muchos dispendios-, al “Bellas” se iba a pasar la tarde cuando uno se escapaba del instituto o cuando llovía mucho, que era casi siempre.

En el Bellas Artes las chicas teníamos que luchar contra el deseo insensato de los chicos que alguna vez nos invitaban de sentarnos en “la fila de los mancos”; ahí sólo se iba cuando se tenía novio y para cuando yo lo tuve ya existía el Astoria que era un cine como de más clase y postín, así que me libré por los pelos de pasarme la película dándome el lote y sin mirar a la pantalla. Yo fijaba la atención en la película, la veía de verdad y así comenzó a gustarme el cine.

El Teatro Bellas Artes me sigue saludando cada día con sus fachadas y puertas cubiertas de anuncios de papel, recordándome que en su interior pasé las mejores tardes lluviosas de mi adolescencia y que bajo su cobijo conocí el disfrute de uno de los placeres que siguen sustentándome en mi vida adulta: el cine

En fin.

LaAlquimista

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