domingo, 19 de enero de 2014

Tambores lejanos




Unos días antes del 19 de Enero mi padre me invitaba a acompañarle a Hendaya a comprar angulas. Vivitas y coleando las traíamos para desesperación de mi madre que sabía del proceso de matarlas con tabaco y limpiarlas incontables veces. Pero era este un ritual ineludible, una tradición más allá de cualquier discusión doméstica.
Había quien las iba a pescar con fanal a las orillas del Urumea o quien, mucho más racionalmente, las compraba ya listas para el consumo. A cuarto de kilo por cabeza, que más vale que sobre que no que falte, y no es que fuéramos millonarios es que todavía no habían venido los japoneses.

Aunque a mí, la verdad, desde la perspectiva de mis seis o siete años, lo de comer “gusanos” como yo les llamaba no es que me entusiasmara demasiado. Lo que sí me gustaba y me enardecía era salir a la calle para presenciar la Tamborrada Infantil. Creo que fue gracias al desfile de tambores a los sones de Sarriegui cuando empecé a saber lo que era la envidia de pene. No, no se me ha ido la olla, es que en aquella época, en la tamborrada infantil sólo participaban los niños,-como bien recordamos todos- y las niñas, cuatro por compañía, estaban relegadas a ser “cantineritas” y como yo no tenía ningún contacto con las altas esferas que elegían a las afortunadas pues, como las demás, a mirar desde la acera.

Las féminas de la familia también echaban leña al fuego con la sempiterna cantinela de porqué a las mujeres no se les permitía entrar en las sociedades gastronómicas más que en dos días “sagrados” y que, por puro espíritu de contradicción, no había que asistir a la cena de la víspera; total, que el día de San Sebastián era más el día de las reivindicaciones doméstico-feministas que el día de jolgorio que debía ser.

Pasados los años, alguien se dio cuenta de que tanta protesta debía ser atendida y ya las niñas dejaron de estar excluidas en las tamborradas de sus colegios, pero creo que eso fue porque, al convertirse la mayoría de estos en mixtos, hubiera sido demasiado descarada la discriminación.

Entonces no había “chinos” ni sus antecesores “Todo a 100” que vendieran tambores de plástico ni gorros de cocinero de papel, así que la tamborrada la seguías manejando unos palillos invisibles sobre un también imaginario barril; pero no importaba, podías ser feliz con tan poco en las manos y tanto en la imaginación. Igualito que ahora, vamos.

Pero no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista y tuve cumplido resarcimiento de las tamborradas que me faltaron en la infancia preparando, veinte años después, las de mis hijas que, ellas sí, pudieron desfilar con honor y todo el derecho por las calles de la ciudad. A las sociedades, también vamos ya cuando queremos y no cuando nos dejan y para el año que viene me voy a apuntar a una Tamborrada de mi barrio, que hay plazas libres.

Esto de la Tamborrada nos ha ayudado mucho a las mujeres a recuperar los espacios perdidos. Aunque ya no comemos angulas, claro.

En fin.

LaAlquimista

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