miércoles, 29 de enero de 2014

Madre no hay más que una


El tonillo irónico festivo con el que mis hijas me regalan de vez en cuando esta frase topicazo me suele poner de los pelos; obviamente no me ensalzan por mis virtudes sino que se congratulan de la ‘unicidad’ de la que les ha tocado en suerte. En estos casos me suelo agarrar –como a un clavo ardiendo- a la teoría filosófico-espiritual que dice que elegimos a nuestros padres, que venimos a este mundo a aprender para mejorar en nuestra próxima reencarnación, etc.

Pero no cuela. Mis hijas –cuánto las quiero- tienen un ojo agudo y perspicaz para verme tal y como soy: con toda mi grandeza y adornada de mis miserias. Aquí no hay trampa ni cartón, una madre no tiene la más mínima posibilidad de falsear, ocultar o hacer pequeñas trampas con lo que es como persona humana y como mujer. No hay maquillaje ni artificio capaz de engañar a un hijo.

Nos conocen desde siempre, desde antes incluso, han percibido nuestros latidos y los gritos al parir, el llanto emocionado y las penas acumuladas. Nos han escuchado hablar en susurros las más bellas palabras de amor y han bebido la leche y las lágrimas de las que ahora están ellos formados. No hay engaño posible. Ellos saben.

Por eso, porque nos conocen profundamente, saben de nuestras debilidades y, a veces, meten el dedo en ellas; porque ‘pueden’, a veces, se aprovechan de ese amor que saben incombustible; y cuando quieren –tan sólo cuando quieren- te miran a los ojos y te dicen ‘amá, eres la mejor’.

Y una se emociona –cómo no hacerlo- a pesar de saber que… precisamente, “madre no hay más que una.”

En fin. Por nosotras.

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