miércoles, 28 de mayo de 2014

Hablando no siempre se entiende la gente



Uno de los aprendizajes más difíciles y duros que he tenido que hacer a lo largo de la vida ha sido aprender a escuchar lo que me decían los demás hasta el final y no interrumpir terminando yo las frases porque “ya sabía” lo que iban a decir. Ha sido este un defecto insoslayable hasta como quien dice ayer mismo. Podría decir en mi descargo que fue una “habilidad”aprendida a fuerza de padecerla durante toda mi infancia y juventud en el seno de una familia donde no se podía abrir la boca si era para contradecir o cuestionar la palabra de los mayores.

Bien es cierto que la mayoría de los humanos somos bastante predecibles en esto del lenguaje, que las situaciones son conocidas y familiares por lo repetitivas y vulgares y que, finalmente, la ilación de los pensamientos y su expresión oral sigue cauces marcados por siglos de costumbre.

Así que cuando finalmente aprendí a escuchar atentamente y a meterme en el discurso del otro y a esperar a que acabara de hablar para procesar su verbo y gestionarlo en mi mente y en mi corazón, descubrí –con harto horror y desasosiego- que a la mayoría de las personas les da exactamente igual lo que tú pienses en relación con lo que ellos dicen y que, al final de su discurso, ni esperan ni quieren ni necesitan escuchar el consiguiente derecho de réplica.

Que se habla porque se siente que hay mucho por decir, pero con interés casi nulo en lo que pueda necesitar expresar el contrario. Que, como en aquellos tiempos de dictaduras dentro y fuera de casa, hay demasiadas personas que siguen hablando ex catedra y les importa un ardite la opinión ajena. Vamos, que no hemos avanzado demasiado en esto de la comunicación.

El otro día, sin ir más lejos, -o quizás fue el año pasado, me encanta tener buena salud y mala memoria- me contó un conocido con el que me tropecé paseando por la orilla del mar, que iba a separarse, que andaban ya con abogados, que venía de una reunión con su próxima ex y que ya le había dejado bien claro con luz y taquígrafos todo lo que esperaba conseguir y lo que estaba dispuesto a ceder a cambio. Que estaba agotado de tanto que había tenido que hablar delante del abogado repitiendo en el despacho atestado de libros con el lomo dorado y rojo lo que mil veces había verborreado en el salón de su casa.

-“Bueno, -le dije yo,- ¿y ella qué dijo?” a lo que él me espetó –como si fuera yo su contrincante- “¿Y a mí qué puñetas me importa lo que diga ésa? ¡Si nos vamos a separar!”

Ahora que escucho más que hablo me doy cuenta de lo mal que lo he estado haciendo durante tantos años; ahora que presto atención a las palabras ajenas sin distraerme con la lista de la compra soy perfectamente consciente de lo poco y mal que nos comunicamos los seres humanos, de cómo uno habla sin darse cuenta de que lo que cuenta al otro le puede traer absolutamente al pairo, que el verbo es personal y casi siempre intransferible y que lo que para uno es piedra angular de su existencia para el oyente puede quedarse en la pura anécdota intranscendente.

Como cuando me preguntan en el parque por qué Elur anda medio turulato tropezándose con la hierba un poco alta y yo les digo que tiene meningitis y síndrome vestibular y ellos ni preguntan qué es eso, pero enseguida me cuentan que su propio perro –o el de su hijo o el de su cuñada-tuvo gastroenteritis en Navidad porque se comió media barra de turrón de chocolate sin que se dieran cuenta. Como cuando cuentas –a quien crees que te escucha, a quien piensas que le interesa- que llevas una mala racha por los motivos que sea y te contesta algo así como: “bueno, pues nada, que sigas bien, ya nos veremos un día de estos…” y te quedas con una cara de póker inviable, que sabes que acabas de perder esa partida y que no quieres volver a jugar con esa persona.

Hablando no siempre se entiende la gente cuando uno habla y el otro no escucha; o cuando los dos hablan a la vez. O, lo más común, cuando cada uno suelta su discurso sin mostrar interés en el de la otra persona.

En fin.

LaAlquimista

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