Así que llegué a casa con el cuerpo alborotado. Tampoco era tan tarde, las diez de la noche, una hora como otra cualquiera para llamar a la puerta del vecino y pedirle… no sé… unas pinzas para tender la ropa que se me han acabado. Sí, ya sé que lo mío con mi vecino –el de las torrijas- no es precisamente lo que podríamos llamar amor sino más bien interés puro y duro. (Sin chistes) Pero una tiene sus debilidades y ayer, con “la calor” se me habían sublevado las hormonas.
Llamé a su puerta y tardó en abrir –si bien yo ya sabía que estaba, los watios de su equipo de música son famosos en toda la vecindad- y cuando lo hizo en seguida me percaté de que algo no iba bien. En vez de alegrársele los ojillos y dedicarme un redoble de pestañas como es habitual en él puso cara de póker y me dijo: -“hola, buenas noches, ¿querías algo?”
Servidora que ha hecho guardia en las peores garitas se barruntó rápidamente la jugada y, rápida como sólo puede serlo una mujer de cincuenta y siete millones de dólares, le dije: “no, nada, que se me ha reventado la cañería del cuarto de baño y dentro de nada va a empezar a rezumarte el agua por la pared”.
Media vuelta y a casa con las orejas gachas y un rastro de perfume “Miss Dior” –encima el que uso yo- en la pituitaria. Alguna vez tenía que ocurrir. Toda la noche descalza y sin comer…
En fin.
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LaAlquimista
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