sábado, 24 de mayo de 2014

Mis pobres muelas


He parido dos hijas; bueno, pues ni en los partos tuve tanto miedo como el que siento cada vez que tengo que ir al dentista. Aunque ya sé que ahora las técnicas han cambiado y que las carnicerías de otra época –empastes sin anestesia, tornos que echaban chispas, extracciones aterradoras, y el olor, aquél olor- no existen más que en un aterrador (e imborrable) recuerdo. Pero no me quedaba más remedio que ir si no quería que, en un futuro más próximo que lejano, mis piezas dentales empezaran a bailar una danza sin retorno.

Fui a una clínica dental de esas que se anuncian por doquier y acepté un presupuesto adecuado a mis necesidades. A la hora de concertar las citas –dada mi disponibilidad de tiempo- tan sólo demandé que se me diera la primera hora de la mañana para que el profesional de turno estuviera bien fresco a la hora de enfrentarse a mi desafío dental. Las 10 de la mañana es buena hora para empezar a trabajar –ya me extrañó-, pero bueno. Y allí estaba yo, con puntualidad británica y miedo africano. La recepcionista me invitó a sentarme en la sala de espera y a leer una revista. “¿Espera, qué espera si tengo la primera hora de la mañana y acaban de abrir el consultorio?”- Las diez y cinco, las diez y diez, las diez y cuarto… y de repente entra por la puerta de la calle una mujer joven, que con paso decidido se dirige al interior. Saluda a la recepcionista y a mí ni me mira. Las diez y diecisiete y me informan de que ya puedo pasar. Y allí me la encuentro, en la supuesta cámara de torturas, a la doctora que ha llegado a su trabajo con un cuarto de hora de retraso y que ni siquiera emite una somera disculpa.

La siguiente media hora –la que necesita para hacerme un empaste atómico- se la pasa de cháchara con su ayudante contando el último capítulo de una serie que deben pasar por la noche sobre Ana Bolena y me entero –qué remedio- que le parece muy interesante todo lo que cuentan y que como no tenía sueño se quedó enganchada hasta el final. De vez en cuando interrumpe su disertación con unos lacónicos “abre más la boca”, “aprieta ahora”, “vuelve a abrir” dirigidos a mi persona y que tan sólo detecto por el cambio de tono –del superficial al autoritario- que utiliza. Daño no me hizo ni cuando me puso la anestesia así que no tuve necesidad de quedarme con su cara aunque tampoco habría podido porque la llevaba oculta tras la preceptiva mascarilla de color verde.

De vuelta a la Recepción –para abonar lo “consumido” y concertar una nueva cita- indico que mejor me den a las 10.15h. en vez de a las 10.00h. para no tener que esperar, irónica sutileza que no capta la señorita que me atiende pues me indica que “cuando se va al dentista ya se sabe que hay que esperar…” . Me voy para mi casa a dormir la mona de la anestesia (que parece que me han metido de todo) pensando que no ha cambiado mucho la cosa: se ponen una bata blanca y ya se creen con derecho a casi todo…

En fin.

http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50

LaAlquimista

No hay comentarios:

Publicar un comentario