lunes, 26 de mayo de 2014

Meteduras de pata



Durante muchos –demasiados- años fui una especialista en el nada desdeñable arte de “meter la pata”. Pero, a diferencia de otros adeptos al mismo que, con sus patinazos, hacían reir, lo mío era más bien patético. Sobre todo para mí, claro está. Digamos que tenía el verbo tan rápido como el pensamiento y sin activar el filtro de la prudencia. Así que pasaba lo que tenía que pasar, que en no pocas ocasiones perdía la partida social que no admitía “gente sincera”.

De esta forma aprendí a estar callada, sobre todo cuando no me interesaba demasiado la cosa. Pensaba: “¿para qué me voy a tomar la molestia de expresar mi opinión si esto ni me va ni me viene?” Y así gané muchos “amigos”.

Pero con el paso del tiempo, empecé a darme cuenta de que era mínima la satisfacción que obtenía callándome, que lo hacía por no llamar la atención en contra de mi persona; por cobardía, vamos. ¡Y vuelta a des-aprender la lección que había entendido mal!

Tuve que convencerme a mí misma de que callar no es sinónimo de sumisión. De que el silencio significa también falta de precipitación. O falta de interés, según se tercie. Es decir, que unas veces tenía que dar mi opinión y en otras debía callarme como una muerta. Pero ¿cómo diferenciar unas situaciones de las otras? ¡Menuda papeleta!

Los niños y los jóvenes, con sus ansias e ímpetus, poco tiempo tienen para “pensarse” las cosas. Con espontaneidad, frescura e incluso inocencia, interactúan con el mundo de los adultos sin prestar miras a las consecuencias de sus palabras (o de sus actos). Les tenemos por irreflexivos a la vez que por incontaminados; les miramos (y soportamos) con la paciencia que se instala en nuestro interior como lo han hecho las canas en nuestra cabeza y el peso de la vida en nuestro corazón. Y les vemos “meter la pata” ante la vida, ante la sociedad, ante lo estatuido, con una mirada mitad conmiserativa, mitad nostálgica…

Porque nosotros, los adultos, ya no metemos la pata. Hemos aprendido que es más importante el “quién” que el “cuándo” y hemos aprendido–mal que bien- a separar el grano de la paja- y a discernir a quién podemos hablarle sin ambages (y sin miedo a meter la pata) y con quién debemos guardar una distancia más que considerable.

Hemos ganado en sabiduría y hemos perdido en frescura. O no, vaya usted a saber.

En fin.

LaAlquimista

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*Post escrito en Mayo 2012

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