domingo, 4 de mayo de 2014

Paris. "Carnet de voyage". El viaje en tren


Los viajes idílicos en tren no siempre coinciden con la realidad. Podría haber maquillado un poco la realidad explicando el bucolismo del paisaje que aparece y desaparece veloz de la retina con la fuerza suficiente para dejar una pequeña impronta en el corazón; relatar esos largos momentos de ensoñación imaginando las bienaventuranzas que deparará el destino hacia el que se dirige el viajero, la pequeña reflexión justo antes del adormecimiento inevitable, el regusto de saber que se es feliz en el camino –qué otra cosa es la vida- y la expectación de la acogida final. Tanto como se ha escrito sobre el viaje en tren e intentar hacerlo un poco más bonito todavía…

Sin embargo la realidad se traduce en compartir vagón con una excursión de mujeres con niñas preadolescentes que no se detienen en ensoñaciones propias de adultas, que exudan adrenalina corriendo por el pasillo central y juegan a una especie de Trivial sacando las preguntas de un sofisticado teléfono móvil de alto coste. Ni siquiera la lectura de “Solar” –el último libro de mi admirado Ian McEwan, lectura elegida cuidadosamente para acompañar el viaje- me provee de la pequeña burbuja de silencio mental necesaria. Leer a tal autor en tales circunstancias resultaría inapropiado y estéril.

El ordenador portátil duerme en la maleta entre blusas y faldas pues, me niego a confundirme con el grupo de ejecutivos solitarios que se dispersan por el vagón, abrevando en la misma fuente, como ovejas de un mismo pero diferente rebaño. Al alcance de la mano también el cuaderno de escribir, pero no es cosa de permitir que los sobresaltos decibélicos conviertan la palabra escrita en rayones y garabatos. Así que decido centrarme en mi compañera de este viaje a Paris. Nunca hasta ahora he viajado a mi ciudad inventada –inventada en cada viaje, de nuevo, siempre- acompañada de una amiga. Sin embargo nos motiva a ambas el reto de compartir, descubrir y explorar la hermosa ciudad a la vez que disfrutamos de una relación amistosa que bebe de la misma lluvia y se nutre de parecidos afanes.

Porque viajar en pareja tiene otra música de fondo; porque viajar con mis hijas da otra pátina al viaje; porque viajar sola es la profundidad del concepto en sí. Con una amiga… con una amiga como mi querida W., sé que va a funcionar. Ya nos hemos tomado el temple desde hace muchos meses preparando este viaje y nos tenemos “cogido el tranquillo”. Ella es paciente y generosa –y yo tan sólo soy paciente y generosa a veces-. W. es alegre y cantarina y yo arrastro mi buena ración de sentimiento trágico de la vida. Ella me arrastra para que le frene y otras veces se detiene para que le empuje. Además, me ha colgado del cuello el cartelito de “sherpa”. Todo va a salir perfecto.

W. dormita con la frente apoyada en la ventanilla mientras las hordas de chavalería jalean y comen gusanitos y patatas fritas como si les fuera la vida en ello. El tren nos regala 50 minutos de retraso sin inmutarse… como si quisiera hacer todavía más deseable la llegada a Paris.


Pero llegar a Paris y sumergirse en las profundidades del Metro es como llegar a un oasis muerto de sed y restregarse el rostro con arena antes de beber. Mejor salir al aire libre, saludar a la ciudad y su segunda emblemática torre, un tiovivo decimonónico al pie, tomar un autobús (el 91) que en media hora exacta deposita al viajero –paisaje urbano, bullicio de gente, ansiedad por mezclarse- en el distrito elegido, el barrio sin turistas, con vida bulliciosa después de medianoche también, el barrio con parisinos de toda la vida, de los que lo han visto convertirse en reducto de “bobós” (bourgois/bohemien) ocupando los antiguos talleres y viviendas artesanas, con patios empedrados, lofts escondidos y… callejones e impasses que sorprenden y hacen retroceder décadas a la imaginación, el distrito XI.


El Paris de los tejados de las postales, de “madame la concierge” en su garita, del tendero pakistaní de la esquina abierto a todas horas, de las terracitas de andar por casa, de la viejecita encogida con el carrito de la compra que pasa a tu lado y te saluda con la mirada; y el Paris de los “clochards” en los soportales, del olor de mil fritangas asiáticas que se pierden entre los árboles del pequeño parque donde juegan a la petanca los jubilados del barrio. Un Paris dentro de otro Paris; cada barrio un pueblo diferente habitado por un idioma común y el gusto por el pastis y el café fuerte conviviendo con el mojito de la “happy hour” y las aceitunas machadas. Pero todo esto está provocado tan sólo por el primer vistazo dado alrededor mientras arrastramos las maletas y la ilusión cinco pisos arriba con las viandas de la cena y la primera botella de beaujolais.


Demain, on verra…!

http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50

LaAlquimista
1ª foto. Accidente Gare Montparnasse 1895
Resto de fotos: C.Casado

*Viaje realizado en Abril 2011

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