domingo, 18 de mayo de 2014

Telarañas en el frigorífico

 
Raras son las veces en que el frigorífico de una mujer sola presenta un aspecto desolador –no así el de un hombre solo que puede (y digo, “puede”) presentar un aspecto patético; suele coincidir con la vuelta de una ausencia más o menos larga, y volver a darle vida es la prioridad indiscutida. Ayer me ocurrió y aproveché la coyuntura para darle un repaso a fondo ya que la bayeta tenía espacio para deslizarse a su antojo.

Dicen que para penetrar en la personalidad de alguien basta con abrir la puerta de su frigorífico y hacer un análisis somero sobre el terreno.
¿A quién pertenece una nevera con seis cartones de leche entera, un bote de mahonesa en las últimas, tres tarros de cristal vacíos, cuatro huevos y la balda de arriba llena de latas de cerveza? ¿Y la que guarda medio pimiento verde, medio pimiento rojo, un limón partido por la mitad con los bordes secos, restos de lechuga, una cebolla con brotes y media manzana fosilizada?
Aunque también está ese frigorífico que parece la cueva de alibabá –pero no por sus tesoros- sino por la amalgama de alimentos amontonados, mezclados sin ton ni son, juntos el calabacín y los yogures, el sobre de jamonyork escondido entre el bote de tomate frito y el brik de leche desnatada, y todo él lleno de platos con restos y plásticos con reliquias del pasado.

Me gusta pensar que mi frigorífico y yo formamos un equipo; yo tengo las buenas ideas y él las conserva fresquitas y me recuerda cada día el privilegio que tengo de poder elegir lo que como en vez de tener que sufrir para poderlo conseguir. En millones de “despensas” del mundo no hay más que un par de recipientes donde se guarda “el capital” alimenticio de la familia mientras que en nuestro mundo occidental y rico compramos tonterías a precio de oro y –lo que es el mayor delito de todos- hasta nos permitimos el lujo de tirar comida que se nos ha olvidado comer.

En el colmado de la esquina los alimentos frescos expuestos se asemejan a lo que podría ser un pequeño jardín del Edén para millones de personas; el rojo de las fresas, el dorado de las naranjas, el ácido amarillo del limón, las piñas abiertas y exultantes de un dorado imposible, tomates bermellón, manzanas de todos los colores, plátanos de todos los tamaños, las peras y la nueva fruta del calor que se aproxima. El verdor de acelgas, lechugas, pepinos, pimientos, borraja, escarola. Una huerta en miniatura con un poco de todo donde vamos realizando la recogida sin haber tenido que sembrar ni cultivar.

Curiosamente, de un tiempo a esta parte, al lado de la cajera, observo que colocan un recipiente –grande- donde va cayendo la fruta “tocada”, las lechugas revenidas, los champiñones ennegrecidos; tomates blandurrios, pepinos arrugados, plátanos pochos. La primera vez que ví “el cajón de los saldos” –como le digo yo- pregunté y me contestaron: “eso de ahí, todo a 0,60€ el kilo”. –Vaya, pensé, ¡vuelve la cultura “del todo a 100!”- pero nadie metía mano a los frutos del cajón dichoso aunque todo el mundo lo mirara.

“¿A 0,60 estos tomates tan ricos? –pregunté, mientras ponía en el peso media docena de rojos frutos maduros y a punto de caramelo… Y las personas que venían detrás –en un pispás- dieron cuenta de lo que quedaba en el cajón, ya sin vergüenza ni reparo alguno. Doy fe.

Así que mañana, cuando vaya a reponer existencias después de haber limpiado las telarañas del frigo, compraré lo justo y necesario para seguir con mi dieta mediterránea del Cantábrico sin caer en la tentación de comprar ninguna “delicatessen” a precio abusivo y a ver si tengo la suerte de que en el cajoncito de marras haya algo interesante… aunque me vean los vecinos.

En fin.

http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50

LaAlquimista

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