lunes, 12 de mayo de 2014

Un hombre llama a mi ventana

Lo normal es que los hombres (o las mujeres) llamen a la puerta, aunque si vives en la planta baja de un edificio o en una casa tipo villa o chalet y es de difícil ubicación –la puerta- aquel que quiera atraer la atención del que habita, es decir, del habitante, puede sentirse inducido a golpear una ventana para hacerse notar. Pero si así lo hiciera, llamaría a la ventana con la mano, cerrada quizás en forma de puño, con golpes suaves y sincopados, para anunciarse como visitante deseado o cuando menos no hostil a primera vista.

Pero lo nunca visto –y menos esperado- es despertar del sueño nocturno por las poco o nada delicadas patadas proferidas contra el cristal de la ventana. Ruido inequívoco –el de un pie, calzado de una bota, golpeando un vidrio grueso- que el cerebro registra y reconoce con horror y súbita adrenalina por asociarlo a quién sabe qué imágenes nada tranquilizadoras. El corazón desbocado y el camisón flotando, héme al punto de la mañana –brumosa, gris panza de burro, nada poética-, saltando del lecho impelida por el resonar de los golpes antes descritos y nunca esperados.

Hay un hombre en mi ventana y vivo en el piso diecisiete.

Está colgando de un arnés complicado que viene de la terraza del edificio (esto tan sólo lo supongo, dejo que sea mi mente racional la que me diga que, efectivamente, su cuerpo, su casco, sus botas, tienen el punto de sujeción en la parte más alta del edificio, es decir, sobre mi cabeza y sobre mi techo), un cubo hace equilibrios a la altura de su torso suspendido de un mosquetón y con una espátula en la mano derecha, saca pegotones de cemento que va insertando en los huecos (también imaginados por mí puesto que no los veo) de la fachada. Parece no poder estar quieto a pesar de que no sopla el viento, pero con sus botas, en equilibrio imposible, golpea repetidamente el cristal de mi ventana. No parece importarle la eventualidad –que igual ni se plantea- de hacerlos saltar en añicos (el cristal y mi corazón).

Me mira. Le miro. Nos miramos. No me sonríe, así que yo a él tampoco. No me saluda así que yo tampoco le saludo a él. Nos ignoramos vilmente a 50 metros de altitud sobre el nivel de la calle. Pero él tiene sus patazas apoyadas en el cristal de mi ventana y ha adornado mi cornisa con varios grumos grisáceos que no auguran nada bueno cuando se sequen. Pienso rápidamente y busco una solución a la estúpida –por otra parte- situación. ¿Le ofrezco un cafecito? ¿Le pido amablemente que deje de patear mi ventana y que busque otro punto de apoyo en su precario (que no por eso menos necesitado) equilibrio?

Pasmada y con los pies fríos no sé qué hacer. Hasta que viene en mi ayuda mi hija y, ni corta ni perezosa, abre la ventana, se dirige al trabajador colgante y le dice: “Si no le molesta, voy a bajar la persiana para que pueda usted apoyarse mejor”.

Vuelvo a la cama arrastrando mi incapacidad, pero ya se perfila la silueta del siguiente espiderman en el cristal del dormitorio… tendré que tomármelo con filosofía y, por qué no, quizás aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid…

En fin.

LaAlquimista

http://blogs.diariovasco.com/apartirdelos50

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